Versión 3
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Y en la mesilla de noche tengo...

La serie que estoy viendo

Cuenta atrás

Cuento de navidad
domingo, 30 de diciembre de 2007

---Último post del año. Y aviso: es largo de cojones---

Una de las fábulas con la que más nos machacan año tras año en estas fechas es con la de Cuento de Navidad de Dickens. ¿Quién no ha oído hablar de Scrooge y su frialdad de corazón y de las visitas que le hacen los fantasmas de las mavidades pasadas, presentes y futuras? Visitas que pretenden enseñar la diferencia entre la bondad y la maldad y advertir al viejo avaro de que o cambia o su final será muy triste. Vamos, que sigue en la línea de tantas y tantas historias que aleccionan al espectador convenciéndole de que si se porta mal, mal recibirá y si se porta bien, bien le traerán los nuevos días. Y aquí es donde yo digo bien alto y claro: ¡¡¡Paparruchas!!!

Porque es que no, ser bueno no conduce a nada. Mirad a vuestro alrededor. ¿Cuántas malas personas conocéis a las que les sonríe la vida? Y por el contrario, ¿cuántas personas nobles y honestas hay que no hacen más que recibir palos? Y ahora no me digáis que al final esas personas que actúan mal recibirán su merecido y las que no actúan tan mal obtendrán su recompensa porque no cuela. Eso sólo ocurre en nuestra imaginación cuando intentamos consolarnos pensando que quién nos hirió algún día encontrará la horma de su zapato. Pues no. No sólo es probable que no la encuentre nunca sino que seguramente será mucho más feliz que tú. Y eso jode. Jode muchísimo.

Hace dos semanas recibí la visita del fantasma de las navidades pasadas. Era un viernes por la tarde. Yo había quedado a eso de las nueve en el centro pero en ese momento estaba tirada en el sofá viendo la serie de las mujeres sin lengua. De repente sonó el timbre de la puerta. Como no esperaba a nadie ni suelo ser sorprendida con visitas inesperadas no me molesté en levantarme a ver quién era. Seguramente algún comercial echando horas. Chuchín, por supuesto, se puso a ladrar como un loco instándome a abrir. Como la llamada fue breve y no se repitió di por buena mi suposición. Pero un par de minutos más tarde el timbre sonó de nuevo. Intrigada me levanté y caminé a través del pasillo dirigiéndome hacia la puerta con sigilo. Me asomé a la mirilla y la contrariedad me dominó. Allí, al otro lado, estaba un viejo amigo. Pero no un viejo amigo cualquiera. A decir verdad el calificativo de amigo le caducó hace tiempo ya. Justo hace tres navidades. Este chico, al que llamaremos F, era un conocido mío de mis tiempos de colectivos y actividades diversas. No era un íntimo pero era de los que estaban por ahí. Como otros muchos amigos míos, hizo buen uso de mi condición de relaciones públicas. Es decir, yo conozco gente, la presento entre sí, se hacen amigos y se olvidan de mí. F en concreto pertenecía, si bien no muy estrechamente, al círculo de mi ex, Bollera Reprimida, y el Comando de Bolleras Desalmadas (sí, esos personajes de los que hace tanto y tanto tiempo que no hablo). Si bien estas últimas me traicionaron en masa y me dieron la espalda como una sola mujer, F lo hizo por omisión. Simplemente desapareció. Sé que su trato con ellas no era especialmente estrecho pero debió enterarse de todo lo que pasó (y fue mucho, os lo puedo asegurar). Si por aquel entonces decidió hacer mutis por el foro y no dar señales de vida, ¿qué retorcido mecanismo de su cabeza le había llevado, tres años después, a la puerta de mi casa un viernes por la tarde sin haber sabido nada de mí ni si, siquiera, seguiría viviendo en el mismo sitio?

Pero me quedé con la duda. Justo en el mismo momento en que le vi se giró para marcharse y yo estaba tan estupefacta que no abrí. ¿Para qué? ¿Qué hacía allí? ¿Querría decirme algo? ¿Algo de esas personas que ya dejaron de importarme? ¿Acaso habría ocurrido alguna tragedia y yo debía enterarme? De nuevo, ¿por qué y para qué? Esas personas ya no me importan. ¿O es que acaso pasaba por el barrio, le dio un ataque de melancolía y pensó que sería buena idea subir a saludarme? Si fue eso, ¿cómo puede tener tanta poca vergüenza como para fingir que lo que pasó y los tres años transcurridos desde entonces no han existido? Muchas fueron las preguntas y las hipótesis que pasaron por mi cabeza. Durante estas dos semanas he esperado que se repitiera la visita. En vano. Tal vez no fuera nada. O tal vez sí pero a mí ya poco me importa.

Todos podemos ser fantasmas para alguien. Yo misma podría convertirme en el fantasma de las navidades pasadas para mucha gente a la que hace tiempo perdí la pista. O de las navidades presentes o futuras de gente que ha estado o está cerca de mí últimamente. Tan fácil como ir a un sitio determinado, llamar a una puerta, refrescar la memoria y esgrimir unas pocas razones con las que criticar el comportamiento ajeno. No me estoy refiriendo a retomar esas viejas amistades con las que nos distanciamos por circunstancias a menudo casuales. Estoy hablando de esas personas con las que sientes que tienes una deuda pendiente, quizá una explicación, puede que una venganza. Cualquiera podría hacerlo. Yo podría. Y a veces dan ganas. Candidatos no faltan. Pero nunca lo hacemos. Por pereza. Por hastío. Por: “Total, ¿para qué? No serviría de nada”. Es cierto. No valdría la pena. Porque las personas no somos buenas ni malas, no. Las personas cometemos buenas o malas acciones dictadas por nuestra propia naturaleza.

Hace poco hubo una pequeña polémica a raíz de unas declaraciones de Will Smith en las que decía que no creía que Hitler se levantara cada día pensando en cómo hacer el mal, simplemente era su naturaleza retorcida la que le decía lo que tenía que hacer porque él pensaba que era la correcto. Estas declaraciones se interpretaron como que el actor estaba diciendo que el Führer era una buena persona. Nada más lejos de la realidad. Es muy probable que él no creyera estar haciendo el mal, lo que ocurría simplemente era que para él, dentro de su escala de valores, lo que hacía estaba bien. Y algo parecido les ocurre a las personas que nos hieren. Está en su naturaleza. Como el escorpión que finalmente picaba al sapo después de prometerle que no lo haría. Ellos no creen hacer el mal. Sólo se comportan de acuerdo a sus intereses. Lo cual no es justificable e incluso sería condenable en el caso de mentes perturbadas como el dictador nazi u otros de su calaña pero de nada sirve esperar que la gente de a pie, esos que hieren sin despeinarse, reciban su merecido porque es más que probable que eso no suceda nunca. E incluso si sucediera esas personas se lamentarían de su mala suerte porque en ningún momento creerán que sea un castigo por algo que hayan cometido, uno de esos extraños casos de justicia poética que a veces nos regala la vida.

Ahora que 2007 por fin acaba me dan ganas de saldar cuentas con muchas personas. A unas sólo les daría una colleja. Otras, en cambio, comprobarían la mala hostia que gasto cuando se burlan de mí, cuando me utilizan, cuando me engañan, cuando me traicionan. ¿Serviría de algo? Sin duda no. ¿Serviría para que yo me quedara tranquila? Tal vez sí, tal vez sólo acrecentara mi desazón. Y entre una cosa y otra lo único que hago es encerrarme en casa con mi manta eléctrica, mi myolastan y mis L&M azules mientras veo todas las películas de María Botto sólo porque me recuerda a alguien de quien me jode no ser capaz de olvidarme y a cuya puerta ni siquiera podría llamar porque no sé dónde trabaja y es allí dónde pasa el ochenta por ciento de su tiempo. Supongo que también podría darme una vuelta por cierta zona de Madrid con superpoblación de inmaduras emocionales y esperar a que esa casualidad que me persigue desde siempre me brindara con un encuentro ocasional con ella. Con ella o con alguna otra, que ya digo que por esos lares abundan las de su calaña…

También me gustaría dar collejas a todas esas personas que piensan que por el hecho de publicar novelitas lésbicas soy de dominio público y se me puede marear, calentar, utilizar o afirmar que soy su amiguísima para así saciar su (absurda) sed mitómana. O a las que van por ahí diciendo que me he liado con media bollosfera (cuando todo el mundo sabe que eso no es cierto y que en los últimos tres años sólo me he liado con una que —afortunadamente— nada tenía que ver con el mundo blogueril). Aunque éstas me dan más lástima que otra cosa. Deben de aburrirse mucho como para extender rumores inventados sólo para tener algo de lo que hablar y demostrar lo enteradas que están de las miserias ajenas. O a las que me dijeron que yo no tenía motivos para quejarme y a las que me encantaría ver cómo se desenvolverían en mis circunstancias. O a las que hacen gala de su síndrome de Peter Pan mientras fingen ser adultas pero la vida les sonríe mucho más que a las que nos rompemos los cuernos por cada cosa que intentamos conseguir…

Son tantas las cuentas pendientes que a veces es mejor olvidarlas aún a riesgo de que las espinas se enquisten. A menudo no sé qué hacer. Ahora mismo, mientras escribo, tengo la tele pequeña a mi lado con el directo de Fangoria… Y esto me recuerda una de mis muchas teorías absurdas acerca del comportamiento humano. Cuando todo va bien somos como una canción de La Oreja de Van Gogh (Te voy a escribir la canción más bonita del mundo/voy a capturar nuestra historia en tan solo un segundo y tantas otras ñoñeces que nos suben el nivel de azúcar) pero luego siempre acabamos inmersos en una canción cantada por la voz grave de Alaska (Tiemblo como una loba herida, agonizo contra la pared/Atrapada en calles sin salida vivo acorralada, obligada a enloquecer o la más acorde con lo que estoy contando: Sé que crees que no está nada mal hacer tu santa voluntad; abusar, humillar, despreciar/No, no te lo vuelvo a repetir, porque prefiero no insistir, pero tú no te burlas de mi).

Lo curioso es que mientras miro de reojo el concierto me doy cuenta de que este año he visto a Fangoria tres veces y de las tres tengo distintos recuerdos. De la primera vez, en el Cee’d Festival, casi preferiría olvidarme pero no por ellos sino por la situación personal que yo tenía en aquel momento. De las dos siguientes, ocurridas durante la semana de conciertos de Fangoria en Madrid, en cambio guardo buenísimos recuerdos. Por las personas que me acompañaban (incluso con la que luego me enteré que estaba allí pero con la que no coincidí), por los botes que di, por cómo me desgañité cantando, por los kilos que perdí sudando entre tanta gente… Sí, también ha habido cosas buenas este año. Puede que incluso más que malas pero ya sabemos lo que pasa: lo malo siempre ensombrece al resto.

Y ahora escucho el final de Retorciendo palabras (otra de esas canciones asociadas a recuerdos más o menos dolorosos) y me encuentro otra vez con lo bien que describe cómo me siento: Los milenios son un decimal, una suma de cifras de tiempo sin más/Voces nuevas, presentes, futuras, pasadas que van retorciendo palabras de amor/Construyendo edificios que no durarán, un diseño de algo fugaz/Arquitectos de frases que me hacen dudar y que intentan decirme que no sé lo que quiero.

Aunque quizá no sea del todo cierto eso de que no sé lo que quiero. Sí lo sé. Por eso la desolación me inunda cuando veo que será prácticamente imposible conseguirlo. Porque cada vez confío menos en la gente. Porque la gente cada vez me da menos motivos para que confíe en ella. Porque empiezo a estar cansada de intentarlo y fracasar y de que las razones para triunfar no deriven del propio esfuerzo sino de la suerte. Suerte que está claro que no tengo por mucho que a algunos les parezca que sí. Si supieran que en muchos momentos me cambiaría con ellos sin pensarlo…

No sé si esto es un balance del año. Tampoco me importa. Puede que tan sólo sean palabras sin sentido, frases que se hilvanan con el hilo del absurdo, de cualquier cosa que se me pasa por la cabeza. Como apenas salgo de casa no tengo historias que contar sino un montón de reflexiones sueltas, aburridas, desatinadas… Como yo, supongo.

Todavía me sigo preguntando muy a menudo por qué continúo escribiendo en este blog. Si me hubieran dado un euro por cada vez que he pensado en dejarlo ahora mismo no tendría apuros económicos. Pero sigo aquí. Y puede que sea una de las pocas cosas que dependen de mí de las que no sepa su razón. Sigo aquí. No sé por cuánto tiempo. Mientras tanto, mientras se acaba 2007 y comienza 2008, os dejo con una de las canciones que he mencionado antes. Estés donde estés voy a hacer que me odies, canta Alaska. Yo no quiero que nadie me odie pero sé que algunos lo hacen. Pero ese ya no es mi problema.

¡¡¡Feliz año para aquellos que creo que se lo merecen y que son bastantes menos de los que ellos se piensan (evidentemente, esto sólo va por la gente que me conoce, los demás daos por aludidos sin problema)!!!


Se le pasó por la cabeza a Arrierita a las 4:12:00   5 Berrido(s)
Puta navidad o cómo pervertir el solsticio de invierno
lunes, 24 de diciembre de 2007

Todos los que me conocen saben que la navidad no me hace ni puta gracia. Y yo, para explicar los motivos que me llevan a tener esa actitud, podría optar por la vía fácil de achacarlo a malas experiencias vividas durante estas fechas. Sin embargo no soy tan cínica. Mucha gente las ha tenido y no por ello ha dejado de gustarles. Lo que sí diré es que con los años me estoy volviendo cada vez más radical en mis posicionamientos, mucho más crítica y sí, mucho más irónica (¡ayss, ese sarcasmo hiriente que algunas me adjudican…!).

Que nadie se me ponga tremendo con lo que pueda decir a continuación. Es lo que yo pienso. Yo y únicamente yo. Ni pretendo convencer ni obligar a nadie a que comparta mis opiniones. Lo que pasa es que no puedo por menos que expresarlas. Que quede claro también que no me molesta recibir felicitaciones de navidad, e-mails llenos de buenas intenciones, mensajitos y llamadas varias. Lo único que pasa es que, después de mucho tiempo, he decidido no seguir el juego. No envío correos ni christmas y, como mucho, me escucharéis decir “¡Feliz año!” durante los primeros días de enero. Pero nada más.

Y es que mi ateismo, cada vez más convencido a medida que pasan los años, me impide celebrar el nacimiento de un señor que, a mi juicio, lo único que hizo fue sentar las bases de la mayor secta de la historia. Del mismo modo no me gusta participar de esa hipócrita costumbre “cristiana” de felicitar las fiestas a personas de las que no me acuerdo el resto del año (de ahí que a lo mejor sí que me pueda rebotar al recibir mails o llamadas de personas que no han dado señales de vida durante los once meses anteriores y que ahora parecen acordarse de mí porque es cuando toca). La gente a la que quiero lo sabe y se lo demuestro todos los días sin necesidad de que lleguen fechas señaladas. No necesito lavar mi conciencia a finales de diciembre para autoconvencerme de que soy buena y guay (y mejor que los demás, esos que reniegan de la navidad y de su espíritu).

Además, ya no sólo es una cuestión de ateismo. La navidad es una apropiación que el catolicismo ha hecho de las fiestas paganas en torno al solsticio de invierno, celebraciones mucho más antiguas que la propia religión cristiana y que se encuentran presentes en todas las culturas. Por tanto, la navidad es una más de las muchas invenciones que la Iglesia se ha sacado de la manga para captar y fidelizar adeptos y, en cierto modo, me parece justo castigo que el capitalismo y el consumismo haya acabado por relegar el carácter religioso de estas fiestas a un segundo plano.

Y hablando de la Iglesia y el cristianismo (tema que cada vez me toca más la moral, supongo que porque me he topado con sus consecuencias varias veces ya). Ayer fui a ver a una amiga que vive en la otra punta de Madrid por lo que tuve que hacer un par de trasbordos en metro. Y yo, aunque vaya con mi mp4 a cuestas, voy siempre alerta a lo que veo a mi alrededor así que tuve la oportunidad de quedarme ojiplática, boquiabierta y patidifusa (como muchos otros viajeros que caminaban junto a mí) al ver la campaña gráfica de la revista cristiana Siglo 21. Incluso llegué a pararme frente a uno de los carteles, incapaz de dar crédito a lo que mis ojos veían. El primero rezaba (y nunca mejor dicho) así: “Ningún cristiano maltrata a su mujer”. Alzo la ceja pero no dejo de caminar. El siguiente me hace no sólo alzar la ceja sino sonreír irónicamente con media boca: “Ningún cristiano es racista”. Pero mi estupor llega a cotas exageradamente elevadas y me hace detenerme frente al último que vi: “Ningún cristiano usa preservativo” (pues entonces debe de haber pocos cristianos porque los condones se venden como churros).

A estas alturas no me voy a molestar en hacer ningún comentario porque sus propias palabras ya dejan suficientemente claro el nivel de esquizofrenia que provoca el exceso de hostias y vino consagrado. De igual modo obvia decir que me parece vergonzoso tener que toparme con semejantes mensajes por la calle. Por supuesto, su distribución se ampara en esa arma de doble filo llamada “libertad de expresión”. Libertad que, en una sociedad plural permite la exposición de todo tipo de ideas pero que no existiría en absoluto si nos encontráramos bajo el gobierno de personas como las que están detrás de dichos mensajes (y creo que todos hemos oído hablar del tío Paco y su mano dura para con todos los que no comulgaban con sus ideas).

Respeto la libertad de culto y que cada cual crea en lo que quiera creer (no en vano la humanidad siempre ha buscado la explicación a su propia existencia a través de una gran variedad de dioses y religiones, tanto monoteístas como politeístas, lo que ya de por sí debería dar una idea aproximada de su credibilidad: tantas explicaciones para un mismo hecho no conducen sino a la invalidación de todas ellas) pero me entristece comprobar que la mayoría de católicos lo son por tradición e imposición y no por verdadera convicción. Yo misma, al igual que la mayoría de la población, estoy bautizada y he hecho la comunión (incluso durante una época de mi vida fui parte activa de una comunidad salesiana) pero porque se suponía que era “lo correcto”. A mí nadie me explicó nada ni, más importante aún, me ofreció una alternativa laica. Era lo que todo el mundo hacía y yo, por tanto, también tenía que formar parte de ello. Esa arrogancia católica de bautizar a los individuos cuando aún no tienen capacidad de decisión y obligarles a formar parte de una religión de la que es posible que renieguen (en vano) en el futuro me enerva. Las iglesias están cada vez más vacías pero el “registro” de cristianos es lo suficientemente abundante como para que el Vaticano esgrima sus cifras y afirme ser la religión mayoritaria en el planeta.

Y me enerva esa hipocresía y esa manipulación porque creo que la ética y la filosofía, en cualquiera de sus corrientes, posee suficientes preceptos morales como para llevar una vida recta, correcta y coherente sin necesidad de echar mano a cuestiones religiosas que tienen más de superstición que de raciocinio (aquí los cristianos me dirían que se trata de un acto de fe pero bastante me cuesta tener fe en el ser humano como para tenerla en un hipotético señor con barba del que nadie me puede probar su existencia).

Así que no, yo no celebro la navidad. No envío christmas, ni e-mails, ni sms ni llamo a mis conocidos (mucho menos a aquellos de los que no me acuerdo el resto del año) sólo por quedar bien. En nochebuena y nochevieja ceno con las personas que quiero (y que no tienen por qué coincidir con aquellas a las que me une un lazo de sangre) pero también ha habido años en los que he vivido esas noches como si fueran una más del calendario, cenando con cualquier apaño que tuviera en la nevera y viendo una o dos películas antes de acostarme (y si trasnocho es porque, por regla general, me parece un delito irme a la cama antes de las doce).

No he olvidado que dije que el siguiente post sería sobre la (in)visibilidad lésbica. Ése esta todavía en el horno, cocinándose a fuego lento. Además, estas fechas son muy propicias para todo tipo de farsas (afortunadamente, cada vez menos). Sería interesante saber cuántas parejas no pueden cenar juntas porque tienen que “guardar las apariencias”.

Lo dicho, feliz solsticio de invierno y cuidadín con el alcohol, la carretera y las grandes comilonas. ;-)

Se le pasó por la cabeza a Arrierita a las 13:45:00   10 Berrido(s)
(In)visibilidad lésbica
jueves, 13 de diciembre de 2007
Y como parece que me han vuelto las ganas de dar caña y enrollarme no puedo dejar pasar la noticia de la semana sin decir nada (que ya sabemos que las opiniones son como los culos y como el mío es bastante considerable… pues eso…).

Primero lo vi aquí. Y pinché en el enlace. Luego lo volví a ver aquí. El enlace era el mismo así que ya no lo pinché. A partir de entonces la noticia ha empezado a correr como la pólvora. Mi reacción debería explicarla en dos fases. Primera, abrir mucho los ojos. Segunda, ponerlos en blanco. Vamos, que mi cara fue la misma que si el titular hubiera sido: El caballo blanco de Santiago admite que es blanco (admítaseme la redundancia sobre el mismo color pero es que era justo eso: blanco y en botella).

Me imagino la conversación entre la Foster y su "bella Cydney" mientras se arreglaban para asistir a la entrega de premios:

Cydney: Jo, cari, pero, ¿es que no te das cuenta de que los únicos que no saben que eres bollo son los masai africanos? Y, vamos, no lo saben porque no tienen tele ni Internet y no han visto una peli tuya en la vida…

Jodie (poniéndose los pendientes frente al espejo con cara exasperada y sin ganas de discutir): Que sí, cari, lo que tú digas pero es que es mi vida privada y eso es un asunto muy serio…

Cydney: ¡Pero qué vida privada ni qué leches! ¡Que todo el mundo nos ha visto pasear con nuestros hijos tan alegremente! ¡Pero claro, tú con un ‘ni sí ni no sino todo lo contrario’ tienes bastante! ¡Que ya son quince años, cari! ¡Y ya va siendo hora de que me dediques algún premio como hace todo hijo de vecino aquí en Jolibú!

Y a la Foster debió oír cómo algo hacía clic en la cabeza y se dijo a sí misma: “A ver, Alicia Christian Foster (que es como me llamo aunque a veces se me olvide), si te van a dar un premio por estar entre las cien mujeres más poderosas de Jolibú será por algo, ¿no? ¿Qué puede pasar a estas alturas? Tienes tu mansión, un plan de pensiones que te garantizará una vejez acomodada y una carrera que empezó cuando aún no habías empezado a caminar y anunciabas el Coppertone… Y mira, que con cuarenta y cuatro añitos ya empieza a ser más que sospechoso no tener novio conocido, dos hijos de padre desconocido e ir siempre por ahí con una amiguita medio conocida”. Y dicho y hecho.

Lo que más gracia me hace de todo esto es que en ningún momento han salido por la boca de Jodie las palabras: “Sí, soy lesbiana” (como sí hizo en su momento Ellen DeGeneres en la portada del Time con su mítico: “Yep, I’m gay”). Ella lo único que ha hecho ha sido dedicarle un premio a su “bella Cydney” en lo que se podría denominar como acción por omisión. Sí, ha sido natural. Sí, ha sido bonito. Sí, no ha tenido que utilizar un tono confesional para confirmar lo que todos sabíamos ni pactar una exclusiva con ningún medio de comunicación pero… ¿no ha sido un poco como decir: "Damas y caballeros, les confirmo que la Tierra es redonda pero achatada por los polos”?

Entendedme, este tipo de gestos siguen siendo absolutamente necesarios, máxime si provienen de una estrella mediática del calibre de Jodie Foster, aclamada desde hace décadas por crítica y público; sin embargo no es un gesto valiente. Lo habría sido si esa dedicatoria hubiera sido pronunciada al ganar cualquier de sus Óscars, sus Globos de Oro o cualquiera de sus múltiples premios. Lo habría sido si a mediados de los noventa o, incluso, a principios del nuevo milenio lo hubiese dejado caer en alguna entrevista. Ahora, pese al revuelo que está armando, resulta meramente anecdótico.

Bien es cierto que la actriz ha ido dejando pistas más que suculentas durante las últimas dos décadas que apuntaban claramente hacia su lesbianismo y que aumentaban con el paso del tiempo. Recuerdo especialmente, hará uno o dos años, en la revista Pronto (la que compra mi abuela y que yo hojeo cuando voy a visitarla a ella y a mi abuelo) un breve con el titular: “Jodie Foster de paseo con su novia y sus dos hijos” y acompañando al pequeño artículo una foto que no dejaba lugar a dudas. O cuando, este mismo año, tras donar una bonita suma de dinero al Savannah center of health and wellness, colgaron en el pabellón dedicado a ella una placa con las huellas de sus dos hijos en el que se ve que el segundo nombre de ambos es Bernard, apellido de su amiga Cydney. En realidad era un hecho de sobra conocido por todo el mundo. Sólo faltaba que la implicada lo admitiera de una (puñetera) vez.

Pero ya digo, me parece que llega un poco tarde. Su salida del armario tendrá repercusiones, qué duda cabe, y confío en que sean positivas (me refiero a la percepción social del lesbianismo); no obstante su carrera no se verá perjudicada. Es más, casi me atrevería a afirmar que para evitar que le empiecen a ofrecer papeles secundarios en bollodramas, en breve anunciará que se concentrará en su faceta de directora para curarse en salud (¿apostamos algo?).

Por supuesto, he hecho una búsqueda exhaustiva para comprobar las reacciones de los medios de comunicación y la colección de titulares es para estar riéndose un buen rato. Desde los obvios: ”Jodie Foster se confiesa y sale del armario”, “La actriz Jodie Foster admitió que es lesbiana” o “Acepta la actriz Jodie Foster ser homosexual” (y yo al redactor lo mandaba a hacer un curso de sintaxis) hasta los metafórico/alegórico/indirectos: “Secreto a voces”, “Jodie Foster alude en público a su compañera por primera vez”, “Jodie Foster revela su secreto peor guardado”, “Jodie Foster dispara los rumores sobre su sexualidad” (este andaba un poco despistado), “Confesiones de una estrella” o “La ‘impostora’ asume su condición” (escrito, seguro, por alguna lesbiana resentida), pasando por los ingeniosos: “Jodie Foster y señora” o, mi favorito, “Las nenas con las nenas” (¡qué momentazo de inspiración tenías, chaval!). Aunque aún he encontrado uno más que me ha llamado la atención. Es simple, es sencillo, es directo, es: “Jodie Foster tiene novia”. Aunque de éste último me gustaría saber el tono, es decir, si es como: “¡Hala, la Foster tiene novia, qué fuerte, tron!” o si anuncian que tiene novia como quien tiene un cáncer o es un tono más objetivo al estilo de cuando cualquier famoso confirma su relación con otro famoso.

En cualquier caso ahora sólo queda esperar a que la polvareda se asiente, el tiempo comience a pasar y veamos qué ocurre a continuación. ¿Habrá otras famosas que sigan su ejemplo? ¿Será por fin el inicio de de la desaparición de la invisibilidad que oculta siempre a las lesbianas? ¿O, por el contrario, quedará como un hecho aislado que todo el mundo asuma por ser conocido de antemano y se olvide al cabo de poco tiempo?

Por mi parte sólo puedo decir que esto me ha traído a la memoria que hace unos meses dije que iba a hablar de la visibilidad lésbica y como mi vida entró en una espiral de series y más series, dejé en el limbo de los post perdidos, así que ya os podéis imaginar de qué voy a hablar en el próximo, ¿no?

P.D.: Las dos últimas fotos són sólo para dejar patente que con un gaydar mínimo era posible detectar su "lesbiandad" a veinte kilómetros de distancia. Por no hablar de que el cartel (incluso el título) de La extraña que hay en tí daría para hacer una tesis sobre la iconografía bollo...

Se le pasó por la cabeza a Arrierita a las 19:21:00   7 Berrido(s)
Intrusismo y capacidades reales
martes, 11 de diciembre de 2007
---¡AVISO! ¡POST HIPEREXTRALARGO! (Que ya hacía mucho... Jijiji...)---
Hago una pausa en la temática que últimamente ocupa mi blog. Y lo hago para hablar de algo un poco más serio que las series. Un tema ambiguo, polémico, relativo y que suele provocar muchos enfrentamientos (ya sabéis que me encanta meterme en camisas de once varas).

El otro día, hablando por Messenger (programa que cada día odio más por la cantidad de malentendidos que provoca) tuve una conversación que finalmente zanjé porque mi estado de salud, agravado por la gripe, la contractura en las cervicales y mi puntual regla, me impedía tener el ánimo para iniciar una discusión que, como la gran mayoría, no me llevaría a ninguna parte.

Para entrar en materia y resumir brevemente os diré que el tema, a grandes rasgos, era el intrusismo laboral. Aparte de por los motivos físicos ya explicados, la razón de que cortase rápidamente el diálogo messengeril fue que es un tema que me enciende demasiado (y bastante cabreo e indignación tengo con la amiga de la persona con la que hablaba como para también mosquearme con ella).

Como en todo, ante esto, hay dos posturas enfrentadas. Lo malo es que las dos llevan su parte de razón. Por un lado tenemos la de las personas con diplomaturas, licenciaturas, másters y/o doctorados que no consiguen encontrar un trabajo a la altura de su formación y acaban por aceptar empleos por debajo de sus capacidades. Por otro nos encontramos a personas que sin estudios o sin haber acabado los mismos tienen tantas o más dificultades para conseguir un puesto digno. Y digo desde ya que no voy a hacer apología de la ignorancia y la incultura pero sí que quiero señalar que hay muchos matices que a menudo no se tienen en cuenta y son de suma importancia.

Comenzaré ilustrando la situación con mi propia experiencia. Yo he sido (y sigo siendo) una buena estudiante. No sólo porque mis notas fueran buenas (que lo eran aunque no siempre y no en todas las materias) sino porque disfrutaba aprendiendo. Mi abuela a menudo cuenta que cuando era pequeña y me portaba mal me amenazaban con un castigo muy particular: no ir al colegio. Evidentemente, nunca lo cumplían pero la sola posibilidad de que pudieran hacerlo me transformaba en una niña dócil y obediente. Había aprendido a leer a los tres años y nunca nadie (ni profesores ni familiares) tuvo que obligarme a leer un libro. De hecho, ése era el regalo que más entusiasmo podía provocar por mi parte y, a día de hoy, los libros que he leído se cuentan por miles, de todos los géneros y épocas. Eso por no hablar de la treintena de novelas que he escrito y los centenares de relatos cortos (lo cual no quiere decir que sean buenos, simplemente indico que los he escrito, que no es poco).

No obstante, mi paso por la EGB, la ESO y, más tarde, el Bachillerato no fue precisamente brillante sino que se alternaron las épocas en las que coleccionaba sobresalientes con otras en las que eran los suspensos lo que más abundaban en mi boletín de notas. La explicación a esos altibajos sería mucho más compleja y larga de contar así que lo resumiré en que, a menudo, mis problemas personales y familiares interferían directamente en mi rendimiento académico. Esos mismos problemas fueron los que me hicieron abandonar los estudios a los dieciocho años sin haber acabado el Bachillerato (para los más veteranos, el equivalente a COU) para comenzar a trabajar e independizarme.

Es posible que en aquel momento no fuera del todo consciente de lo que ese hecho me suponía pero las circunstancias me abocaron a ello. En realidad mis planes siempre habían sido justamente los contrarios: acabaría el instituto y cursaría una licenciatura. Primero, porque me gustaba estudiar. Segundo, porque se suponía que ello me facilitaría mi entrada en el mercado laboral. Y tercero —y quizá la razón más vanidosa—, porque así me convertiría en la primera persona de mi familia en acceder a una carrera universitaria y, presumiblemente, a finalizarla.

No fue así. Abandoné los estudios, el hogar familiar y comencé mi vida en solitario. Al iniciar la veintena traté de retomar el Bachillerato. Llegué incluso a aprobar algunas asignaturas y, año tras año, volvía a matricularme para intentarlo. Hasta que cumplí los veinticinco y pensé que me salía más a cuenta hacer el examen de acceso a la universidad. Sin embargo, por unas cosas u otras, nunca he acabado de decidirme.

Llegados a este punto algunos me dirán que hay mucha gente que trabaja y estudia y puede con todo. Me parece bien. Incluso lógico y justo para con esas personas. Pero yo, tras intentarlo una y otra vez, llegué a la conclusión de que no era capaz. Cada uno debe ser consciente de cuáles son sus propias limitaciones y yo, con trabajos inestables, pluriempleada en ocasiones y, además, viviendo sola no tenía fuerzas. Admiro profundamente a algunas personas de mi entorno que lo han hecho, que han demostrado una disciplina y una fuerza de voluntad que yo ni poseo ni creo que llegue a poseer algún día. Pero también es cierto que la inmensa mayoría de diplomados y licenciados que conozco han cursado sus estudios cómodamente, sin más ocupación ni preocupación que su trayectoria académica puesto que el resto de aspectos de su vida —comida, dinero, techo, cama— estaban cubiertos por sus papis (y, de hecho, cuando acceden al mercado laboral, siguen en esa misma tónica, que está muy bien eso de “centrarse en su carrera profesional” y así dilatar lo máximo posible la entrada en la vida adulta con las responsabilidades y consecuencias que ello conlleva). Como mucho, algunos estudiantes aceptan trabajos eventuales para sufragarse determinados gastos pero quedarse sin esos empleos temporales no les supone la catástrofe que me puede suponer a mí si el día 1 no tengo dinero en mi cuenta corriente para pagar alquiler y facturas (y comer a diario, que es una de esas malas costumbres que no consigo quitarme). Y aquí también podría incluir un caso todavía más extremo: el de las universidades privadas en las que el número de aprobados es directamente proporcional al dinero que papá ha pagado por la matrícula, lo que hace que cada año salgan hordas de “licenciados” que ya no es que tengan un nivel cultural pésimo sino que no están en absoluto preparados en la materia que se supone han estudiado.

Cuando me paro a pensar en esa situaciones tan comunes siempre me pregunto hasta qué punto el conseguir acabar una carrera universitaria depende tanto de la voluntad del estudiante como de una suerte de lotería genética. Es decir, probablemente si mis circunstancias hubieran sido más acomodadas (como las de muchas de estas personas en las que pienso para ilustrar el párrafo anterior) ahora iría por mi tercera carrera o estaría preparando un doctorado. Pero mi lotería genética (esto es, nacer en una familia de recursos limitados y no ser capaz de compaginar trabajo y estudios) hizo que esa trayectoria que yo creía marcada desde hacía mucho, se desviara de su curso. ¡Cuidado! No me estoy justificando. Tan sólo expongo los hechos. Así sucedió y no puedo volver atrás en el tiempo para cambiarlo. La única forma de enmendarlo ha sido, en los años siguientes, tratar de retomar esos estudios del mejor modo posible o, en cambio, realizar cursos de cariz más práctico con el que suplir mis carencias.

De este modo llegamos al momento actual. Un momento en que, cual conjunción planetaria favorable, ha confluido el cese laboral en mi empresa con la posibilidad de cobrar el paro y el inicio de un curso académico. Y a sus veintiocho añitos Arrierita se ha vuelto a colgar la mochila al hombro para realizar un montón de cursos con los que mejorar su currículum, reorientar su carrera laboral y conseguir trabajar en algo que, al menos, no le desagrade del todo. Maquetación, corrección ortotipográfica y de estilo, redacción y el supercurso de edición profesional. Campos que conozco de antemano, bien por mi habilidad con la informática, bien por mi interés y gusto por la lectura y la escritura o bien por mi discreta vinculación al mundo editorial gracias a la publicación de mis novelas.

Pero aquí me vuelvo a encontrar con un problema que se planta frente a mí como un muro de hormigón armado: no tengo una licenciatura. Y es que parece que poseer ese título te legitima como alguien capacitado para tratar con el lenguaje (aunque hayas estudiado Ciencias Exactas). Sé que muchos filólogos, ante mi intención de forjarme una carrera profesional en este campo, pueden llegar a acusarme de intrusismo, de quitarles un trabajo que, supuestamente, les pertenece por derecho. Bien, lógico es que alguien que se ha pasado cuatro, cinco o seis años sacándose su carrera quiera ver recompensado su esfuerzo de algún modo y que no venga cualquier niñata a la que le gusta escribir a quitarle el pan de la boca. Sin embargo considero que yo también tengo derecho a intentar trabajar en un campo que me interesa, me gusta y que, además, trato de conocer. Porque mi formación no ha sido a través de la enseñanza reglada sino autodidacta. Cierto es que ser autodidacta provoca lagunas en los conocimientos al no haber sido estructurados pero todo es solucionable y por eso estoy haciendo estos cursos. Mi cabreo viene cuando veo que una diplomada en vías de opositar que, de cada tres palabras que escribe, en dos le pega una paliza al diccionario, se queja del “intrusionismo ése o cómo se diga”. Mi cabreo aumenta cuando veo que un señor licenciado, que acaba de hacer el prestigiosísimo máster de edición de Santillana, que trabaja como corrector en una editorial (pese a lo cual está haciendo un curso de corrección profesional) pregunta candorosamente qué es una aposición dentro de un texto o qué significa el ‘metalenguaje’. Y la sangre me hierve directamente cuando veo la ignorancia, la incultura, la superficialidad y la frivolidad de la inmensa mayoría de aquellos que esgrimen su colección de títulos para justificar su ventaja sobre mí a la hora de optar a un mismo puesto.

Cuando le dieron el novel a Doris Lessing leí en alguna parte que hablaba del hombre contemporáneo como alguien que salía de la facultad conociendo en profundidad una determinada disciplina pero que era un analfabeto funcional que desconocía cuándo sucedió la Revolución Francesa, incapaz de situar el Renacimiento en un período concreto y que apenas sí había leído unas docenas de libros en su vida (y la mayoría relacionados con la materia estudiada). Y yo, no por tirarme flores pero sí porque siempre trato de ser objetiva y realista con mi persona, puedo no tener una carrera universitaria y puedo haber dejado los estudios colgados pero jamás he dejado de aprender. He leído, he viajado, he vivido, he tenido múltiples experiencias personales y laborales, he trabajado en empresas de índole muy distinta y nunca he perdido la curiosidad por conocer los entresijos de lo que me rodea o me puede ser útil en un futuro. Nadie me enseñó a manejar un ordenador (ni a montarlo y desmontarlo ni, mucho menos, a arreglarlo), nadie me enseñó a manejar determinados programas informáticos y, aún así, en la mayoría de oficinas en las que he estado, he acabado por convertirme en la “informática suplente” que arregla desaguisados cuando el oficial no está. Mi entorno se compone en su mayoría de personas con estudios superiores y jamás me he sentido en desventaja ni me he perdido en una conversación por no entender de lo que se estaba hablando (y cuando no lo entendía, en lugar de cambiar de tema, preguntaba para saber qué se decía).

El intrusismo es muy relativo. A mí nunca se me ocurriría plantarme en un hospital y solicitar un puesto de neurocirujana argumentando que he visto tantas series de médicos que me siento capaz de trepanar un cráneo para extirpar un tumor. Ni me iría a un estudio de arquitectura porque de pequeña me gustase dibujar plantas de edificios imaginarios. Ni a una empresa de software porque creo que tengo un “nivel de usuario avanzado” suficiente para ponerme a desarrollar nuevos programas (aunque esto último siempre es discutible ya que es sabido por todos que los mejores informáticos suelen ser los que han aprendido por su cuenta). Ni siquiera me plantaría en un periódico o cadena de televisión porque hay cuestiones técnicas que no domino por mucho que el medio me guste. El intrusismo tiene que ver más con un déficit en las capacidades y habilidades que con la carencia de títulos que las legitimen. Un filólogo puede conocer todas las reglas ortográficas y gramaticales pero luego ser incapaz de redactar un texto mínimamente legible mientras que una persona que no ha estudiado una filología (o que ha cursado una carrera que nada tenga que ver con las letras) puede tener una corrección lingüística y un desarrollado sentido estético que le permita intervenir en un texto hasta dejarlo impecable.

El problema del intrusismo comienza cuando se coloca a personas para desarrollar un trabajo para el que no están capacitados (por muchos estudios que tengan) y le arrebatan ese mismo puesto de trabajo a alguien que lo podría realizar mucho mejor. Es triste que una persona que se ha esforzado estudiando no logre encontrar un trabajo a la medida de sus aptitudes pero igualmente triste es que esa titulitis sea el único rasero con el que se miden los conocimientos de una persona. Pero lo que me parece más triste de todo es que se están creando generaciones de “especialistas” en campos muy específicos que carecen de una mínima cultura general. Es muy triste que sólo se estudie con el único objetivo de tener una salida laboral provechosa y se haya olvidado el concepto primigenio de “universidad”: el conocimiento global, el crecer como individuos pensantes que cuestionan lo que sucede a su alrededor y opinan sobre ello. Es desolador que el ser humano haya dejado de evolucionar para solamente involucionar en pos de objetivos materiales tan vacuos como fugaces.

Se le pasó por la cabeza a Arrierita a las 21:59:00   12 Berrido(s)
Series en serie IV: Kyle XY
sábado, 1 de diciembre de 2007
La primera vez que vi el nombre de Kyle XY fue en esa página que idolatro y que consulto a diario para saciar mi adicción a las series: tusseries.com. Y sí, admito que me llamó la atención por lo mismo que al resto del mundo: ¿por qué coño ese tío no tiene ombligo? (la segunda pregunta sería: ¿por qué tiene esa cara de lelo? Pero eso ya entraría en cuestiones más subjetivas). Le eché un somero vistazo a lo que decían sobre ella en el foro pero decidí que me la descargaría en un momento en el que mi querida mulita no estuviera tan saturada. Poco después me entero de que Cuatro va a emitirla. El día del estreno, mientras hablaba con JM por teléfono, nos pusimos a comentar los diez primeros minutos: Muchacho de buen ver y músculos bien definiditos se despierta en mitad del bosque… (iba a decir como su madre le trajo al mundo pero, en este caso, la frase hecha es del todo incorrecta). El caso es que se despierta sin nada que le tape las vergüenzas salvo un viscoso líquido de color rosa mientras su voz en off te cuenta cómo fueron sus primeras sensaciones en aquél momento de desorientación. El muchachuelo vaga por el bosque, se convierte en improvisado voyeur de una parejita de adolescentes que se dedicaba a sus cositas en una tienda y termina vagando por una ciudad hasta que la policía le detiene, claro, por escándalo público (lo cual sólo deja claro que la ciudad NO es Barcelona).

Llegados a este punto JM me colgó porque quería ver la serie sin mi incansable monólogo de fondo. Yo aguanté unos pocos minutos más antes de apagar ese aparato que sólo suelo usar de monitor de dvd y decidí que me la bajaría. Pero ya es por costumbre. No aguanto la tiranía de sentarme delante de la caja tonta un día y a una hora determinada para ver un programa. Me bajé la primera temporada. Y luego la segunda. Y en pocos días me la ventilé, que para eso llevo una vida de estudiante semiociosa…

---ATENCIÓN: SPOILER HASTA EL FINAL (y luego no digáis que no aviso)---

Pero vamos a ver, álmas de cántaro del canal ABC Family (artífice de esta serie, como ya anticipa su propio nombre, tan familiar), ¿de verdad hacían falta dos temporadas, nada menos que 23 capítulos, para explicar que Kyle es un experimento genético? Porque, vamos, mi inteligencia es bastante normalita y desde el primer momento (y si me pongo chula casi diría que desde que vi en el cartel promocional que el chaval no tenía ombligo) tuve claro que no podía tratarse sino de eso. Por poca culturilla cinematográfica que tengas en campos como la ciencia-ficción es algo que salta tanto a la vista como un circo de pulgas amaestradas. Así que, si desde el primer minuto del primer capítulo sabes claramente lo que no se “desvelará” hasta casi el final de la segunda temporada, ¿qué alicientes te puede ofrecer la serie para que te enganches a ella?

Sin embargo la serie tiene su gracia. Al público le encantan las historias de aprendizajes y de habilidades fuera de lo común. Y Kyle XY ofrece ambas cosas a raudales. Es divertido ver al chico descubrir cosas que para nosotros son tan cotidianas que ya ni les prestamos atención (especialmente hilarante es el capítulo en el que tiene su primera erección ¡en una piscina pública! Animalito…). Del mismo modo, aunque ya sepamos el qué, también queremos averiguar el porqué. Porqué le han hecho eso a la criaturita y porqué hay tanta gente que lo quiere quitar de en medio si es más bueno que el pan.

Porque esa es otra, Kyle es un producto creado expresamente para ser carne de Super Pop. Matt Dallas es de esos guapos que dan grima pero que venden y seguro que hay millones de adolescentes que han forrado las paredes de sus dormitorios con posters del susodicho. Aunque, la verdad, yo no dormiría tranquila con esa sonrisa de Joker y esos ojitos psicóticos mirándome mientras concilio el sueño (en mi época colgábamos a Kirk Cameron, lo cual también tiene delito pero eso ya es otra historia).

A mí la serie me recuerda a otra que quizá, así, a bote pronto, no tenga nada que ver: Expediente X. Es probable que los principales motivos por los que me recuerde a esa serie sean dos. El primero que exista un frondoso bosque en el que parece ocultarse algo (en infinidad de capítulos Mulder y Scully tenían que meterse, superpotentes linternas en mano, entre lúgubres árboles y matorrales). La segunda razón es todavía más obvia, la presencia del actor Nicholas Lea (¡qué bien te conservas a tus 45, querido!) que, en la serie de la Fox, interpretaba a Alex Krycek, un agente algo oscuro y siniestro del que nunca estabas seguro si quería ayudar a Mulder o hundirle y que aquí interpreta a Tom Foss, un… ¿lo digo? Sí, un agente oscuro y siniestro del que nunca estás seguro si quiere ayudar a Kyle o hundirle… (mis respetos a todos los guionistas de Hollywood que están en huelga pero seguro que no son los que se devanaron los sesos creando a este personaje).

Estos factores, unidos al hecho de que existe una Corporación-Compañía-Agencia, artífice de los experimentos genéticos, con otros tantos personajes siniestros y de dudosa moralidad, a mí personalmente me lleva a acordarme, sin poderlo evitar, de la serie de Chris Carter. Sin embargo, cuando volvemos al lado de Kyle, todo vuelve a convertirse en la típica comedia yanqui con adolescentes, familia modélica, buenas intenciones y lagrimilla fácil. Jo, qué pocas veces hemos visto algo así, ¿no?

En la segunda temporada introducen un nuevo personaje, otro experimento genético como Kyle pero que es XX, es decir, que es una jovenzuela. Y aquí es donde me cabreo. ¿Por qué el chico rarito posee una bondad natural mientras que la chica rarita es una especie de Terminator diseñada para hacer el mal y que, además, afirma no poder luchar contra ello porque es su naturaleza? ¿Sexismo encubierto? También podrían haberlo hecho al revés, ¿no? Que la chica hubiera sido la primera en salir y el chico el que sale después para abanderar el papel de malo. Pero, claro, no venderían tanto... No comentaré nada de la escena final del último capítulo de la segunda temporada porque no hay que ser muy avispado para saber que la chica no ha muerto. Si Harrison Ford se tiró a unas cataratas en El fugitivo y salió con vida, la superwoman esta saldrá sin un solo rasguño (¡ooops, pues al final sí que lo he dicho!).

Resumiendo que es gerundio (y ya me empiezo a alargar, as usual): serie entretenidilla para pasar el rato y no pensar demasiado. Curiosa cuando Kyle demuestra alguna de sus habilidades y aburrida cuando te “descubren” algo que tú ya sabías desde media docena de capítulos atrás. Pero también una serie más con el mismo problema que la mayoría de las obras de ficción audiovisual de los últimos años y que responde a la teoría del chicle: ¿para qué hacer historias redondas que funcionan si podemos estirarlas hasta que pierdan su forma y consistencia?

Se le pasó por la cabeza a Arrierita a las 3:58:00   3 Berrido(s)
¿Quién soy?

Me llaman:Arrierita
Vivo en: Madrid, Spain
Y digo yo...: Acercándome peligrosamente a los treinta he desistido de encontrar a alguien en sus cabales. Me aburre que me digan lo maja que soy y lo mucho que merezco la pena personas que después salen corriendo como si se hubieran dejado la comida en el fuego. Me aburre la gente que va de legal por la vida pero nunca es consecuente con sus actos. Me aburre salir a la calle y cruzarme con tanta gente a la que no quiero saludar. De lo que no me aburro nunca es de tener a mi lado a tantas personas que me hacen sonreír cada día. A todos los demás... ¡Arrieritos somos... y en el camino nos encontraremos!
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