Anoche tenía cena-reencuentro con gente a la que hacía mucho que no veía (entiéndase que mucho pueden ser tres semanas cuando es gente a la que ves varias veces cada semana). Aunque, la verdad, servidora no tenía ni pizca de ganas de salir de casa. Y no por ellas, que conste, sino por este ánimo tan vital que últimamente me domina. Con gusto me habría quedado en casa viendo capítulos de Friends tumbada en la cama o jugando al Clicks de Mahjong hasta que mis ojos tuvieran la forma de las piezas que lo forman. Pero no. Llevaba por un impulso filántropo impropio del talante ostracista que empieza a dominarme, saqué fuerzas de flaqueza y me planté –tarde- en el restaurante en el que habíamos quedado. Sobra decir que me tuve que coger un taxi (cosa que, me temo, dejaré de hacer tan habitualmente como hasta ahora, que la subida ha sido mucha subida para mi maltrecha economía). Allí me esperaban cinco caras sonrientes aunque un tanto ajadas (¿quién no andaba sensible anoche?) a la que luego se le unió una sexta. Cenamos comida china (yo quizá más que, no en vano, llevaba todo el día sin ingerir alimento), cayó algún que otro regalo de reyes (porque a mí me regalan un libro y soy más feliz que un regaliz pero, claro, la persona en cuestión tendrá que desarrollar dotes clarividente para regalarme uno que ya no tenga) y tras ver cómo dos cucarachitas subían tan campantes por la pared a la que estaba pegada nuestra mesa (en serio, chicas, yo ahí no vuelvo) nos fuimos a La Bohemia, más que nada por cambiar las costumbres. Servidora –y no era la única- no está en condiciones de ser la alegría de la huerta así que mi cara se alargaba casi hasta los pies mientras degustaba mi sempiterno Ballantines avec coke. Amenacé con marcharme varias veces. Y me pedían que no me fuera, chantajeándome con nuevas copas que ponían en mi mano para seguir reteniéndome con ellas. Grabé improvisadas actuaciones musicales y hablé con unas y con otras. “¿Qué es lo que te pasa?”, me preguntaron. “No lo sé”, contesté. “¿Sabes?”, me volvieron a decir, “Yo creo que cuando decimos que no sabemos qué es lo que nos pasa no es cierto. Siempre lo sabemos, aunque no queramos reconocerlo a nosotras mismas”. Tal vez sea así. Pero ahora mismo tengo tantas cosas en la cabeza que no sabría decir el motivo último de por qué ahora mismo lo único que me apetece es meter la cabeza debajo de la manta y esperar a que pasen los días. Hubo algunas bajas antes de la mía. Llegué a entrar al antro verde, engañada por esa falsa euforia que me había proporcionado el alcohol. Pero al ir al baño y expulsarlo de mi cuerpo la realidad volvió a materializarse y de repente sentí que no me apetecía consumir más tiempo en aquel lugar atestado por muy buena que fuera la compañía. Que lo que realmente quería era correr hasta mi casa y meterme en mi habitación. Así que me despedí y salí del antro verde con rumbo a Cibeles. Al pasar por la calle Libertad, mientras me ponía el mp3 para amenizar el paseo, un chaval negro se acercó a mí con la clásica intención de darme la tabarra. “Hola”, me dijo. “Hola”, contesté con cara y tono de pocos amigos y seguí caminando, ignorándole abiertamente. Al doblar la esquina y comenzar a bajar Augusto Figueroa noté que me seguía. Me quité los auriculares y le encaré directamente. La gente no se da cuenta de que alguien con mi estado de ánimo no tiene miedo a según qué cosas y menos en una calle concurrida pese a las horas que eran. El chaval balbuceaba palabras en un mal español. Pero seguía ahí. Le insté a que se largara. Que me dejara en paz. Él seguía erre que erre. Al final conseguí que se fuera en dirección opuesta a mí. Me volví a colocar los auriculares y llegué hasta Cibeles. Al ver que la zona en la que para mi búho estaba ocupada por todo el tinglado montado para la cabalgata desistí en averiguar la nueva ubicación y viendo que había taxis libres en la parada me monté en el primero de la fila decidida a llegar a casa antes de que me pusiera a llorar en plena calle. Me acosté nada más llegar y, aunque me he despertado a las nueve de la mañana, considerando que era demasiado pronto para levantarse un domingo, seguí durmiendo. Lo que aún ahora trato de explicarme es cómo he logrado dormir de un tirón hasta las seis y media de la tarde (sobre todo teniendo en cuenta lo silenciosos que son estos compañeros de piso míos), momento en que me ha despertado una llamada telefónica confirmándome una cita (no os hagáis ilusiones, no era una cita romántica sino algo más relacionado con cuestiones profesionales) que tenía esta tarde. Acabo de llegar a casa algo borracha debido a las cervezas que han caído en mi estómago vacío. Tengo sueño pero no lo tengo. Veo la semana que me espera y mis fuerzas disminuyen cada segundo. Creo que me voy a conectar al Messenger, a ver si alguien quiere hablarme… |
qhuevos tienes!!! yo con lo del negro me hubiese cagao xD xo buena solucion lo de plantarle cara asi un poco chulillo jeje me lo apunto!!
qsabias tus amigas... igual lo sabes
bye!