Hace ya casi una década cayó en mis manos un libro de una, todavía por entonces, desconocida Lucía Etxebarría. El libro era Beatriz y los cuerpos celestes y quizá por el momento en el que me pilló o quizá porque tenía más o menos la misma edad que la protagonista en la mayor parte de la narración o quizá, lo más seguro, porque me sentía identificada con lo que contaba casi por completo, fue un libro que me caló hondo. Un libro que me he releído todos los años al menos una vez y que, pese a todo, me sigue gustando (cosa que no puedo decir de las siguientes obras de esta autora). A consecuencia de habérmelo leído tantas veces hay pasajes que a menudo me vienen a la memoria, como este: Nunca he tenido derecho a las preguntas, ni a las respuestas ni a las explicaciones de ningún tipo. Ralph me pilló preparada, acostumbrada a acatar las decisiones ajenas sin discutirlas ni cuestionarlas, a dar por buenos comportamientos absurdos sin preguntar, sin exigir, sin reclamar, a creerme que yo no merecía ser querida, ni respetada, ni aceptada. Cuando leí este párrafo sentí que podría haberlo escrito yo (junto con otro buen puñado de los que había a lo largo de la novela) porque eso era exactamente lo que yo sentía, que yo nunca tenía derecho a nada. Aunque pensé que bien podía albergar ese sentimiento por estar todavía asistiendo a los últimos coletazos de mi adolescencia, esa fantástica época en la que sentirse incomprendida es el pan nuestro de cada día. Pero no. El paso de los años me ha ido dando bofetada tras bofetada y el sentimiento es el mismo. Que yo no tengo derecho a preguntas, ni a explicaciones, que a mí no se me permiten comportamientos que en los demás pasan por normales y cotidianos, que un mismo hecho puede ser respetable y comprensible en otra persona pero intolerable en mí. Muchas veces me he preguntado qué diferencia hay entre las personas para que ante unas mismas circunstancias unos salgan inmunes y a otros se les critique sin piedad. A simple vista puede parecer que ninguna pero por fuerza tiene que haberla para que haya gente que no sufra las consecuencias que otros sí sufren. Pero es algo que me intriga. Es como lo de mis ex compañeros de piso. Mi madre, cuando estuvo aquí, me decía que les tenía que haber dicho esto o aquello. Y yo le decía que se lo había dicho, a menudo incluso empleando las mismas palabras. Y mi madre tampoco les dijo nada que no les hubiera dicho yo antes. Pero los resultados fueron distintos con una que con otra. O, por ejemplo, siempre me he preguntado por qué hay gente con tanta facilidad para enfadarse, montar un pollo y que todo el mundo a su alrededor lo pase por alto pero luego, si yo me mosqueo o me atrevo a discrepar de la opinión general, se pone el grito en el cielo y me echan a los perros… Son tantos ejemplos a lo largo de los años que podría empezar y no acabar. Pero el problema es que estoy ya harta. Estoy harta del doble rasero, de la ley del embudo (pa’ ti lo ancho y pa’ mí lo agudo) y de la hipocresía. De que unos tengan más derechos que otros. De que si unos se rayan por lo que sea, estén en todo su derecho pero que si lo hago yo es que estoy sacando las cosas de quicio. Estoy cansada de tener que andar justificándome y dando explicaciones cuando a mí nadie me las da. Estoy cansada de salir siempre perdiendo. En la vida sólo tengo dos máximas: Vive y deja vivir y No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti pero ya estoy empezando a ver que no sirven absolutamente para nada… |
El otro día, desayunando con una compañera de trabajo y hablando sobre las relaciones de pareja dijo algo que se me quedó grabado: lo que hagas el primer día, eso ya se queda pa ti pa siempre, es inevitable. Creo que se puede extrapolar a cualquier tipo de relación. Tienes a la gente acostumbrada a un determinado comportamiento y en cuanto te canteas un poquito... se nota. Un besito niña