Situémonos: Octubre de 2000. Un amigo mío regresa de Londres y se instala en mi piso. Con él, entre una gran variedad de juguetes (obviaré el tipo de los mismos), se trae varias cintas de VHS —sí, las cintas de vídeo se utilizaban hasta no hace tanto tiempo— de una serie llamada Queer as Folk, estrenada por el prestigioso (por arriesgado) Channel 4 en febrero del 99. Completamente entusiasmado (sí, queridos y queridas, igual que con el VHS, hasta hace no mucho era toda una novedad que una serie, del tipo que fuera, se dirigiera a la población rarita) empieza a explicarme el auténtico fenómeno social que provocó el estreno de la serie en las puritanas tierras de Isabel II. No contento con ello, me planta el primer capítulo en la tele. En versión original, of course, y gracias a la traducción simultánea de mi amigo, consigo enterarme de algo (sí, yo soy de esas a las que el inglés británico le parece ininteligible). Al mismo tiempo me entero de que Showtime, un canal de pago norteamericano, está preparando una versión con el mismo nombre. Pasan los años y Queer as Folk se hace conocida pero sólo en su versión americana. A algunas librerías especializadas llegan dvd’s de zona 1 (que seguro que trajeron de cabeza a muchos por no saber que nuestros queridos lectores patrios son incapaces de reproducirlos) y comienzan a circular en Internet los capítulos subtitulados. A partir de ahí comienza la avalancha de series comerciales dirigidas al público gay y lésbico: The L Word (también en Showtime), Sugar Rush (otra arriesgada apuesta de Channel 4 finalmente cancelada), South of nowhere (de una filial de MTV, The N) y otras tantas que, con mayor o menos fortuna, se han ganado las simpatías o los odios de much@s de nosotr@s y cuyas audiencias habría que medir por número de descargas más que por otros métodos más tradicionales. De este modo llegamos a junio de 2006. Con The L Word emitiéndose en Canal +, Cuatro decide comenzar a emitir la primera temporada de Queer as Folk (claro, en abierto, las lesbianas, como ahora debemos ser más ricas que los propios gays, pagaremos gustosas la cuota de Canal + por ver la otra serie) y a mí me pica la curiosidad. Aunque ya había visto el primer capítulo de la versión americana de QAF (y había comprobado que era una mera copia, plano a plano, del que ya había visto de la versión inglesa), procedo a descargarme ambas series. Así, mientras que la británica se compone de una primera temporada de ocho capítulos de media hora y una segunda de un solo capítulo más otro especial de hora y media, la americana se distribuye en cinco temporadas y 83 capítulos. Así que mi mulita se tiró unas cuantas semanas currando como una ídem (porque claro, como comprenderéis, no era la única serie que me estaba bajando en ese momento).
Así que en agosto ya me estaba viendo los diez capítulos del QAF inglés. En ella Stuart Allan Jones es el protagonista, un gay heterófobo y promiscuo del que está eternamente enamorado su mejor amigo Vince Tyler. La acción comienza una noche de copas en la que Stuart conoce a Nathan, un chaval de quince años a quién inicia en el sexo. Paralelamente, la amiga lesbiana de Stuart da a luz al hijo de ambos esa misma noche. A partir de ahí, en los siguientes siete capítulos se van desgranando las peripecias habituales de un grupo de amigos gays de un modo divertido, a veces impasible y con una incorrección política inesperada para la época. La segunda temporada, en cambio, da la sensación de que se había previsto una mayor duración pero que se les cerró el grifo en el último momento y tuvieron que improvisar un final (un final surrealista y descacharrante). “Bueno” pensé, “ya hemos visto el experimento inicial, ahora veamos qué han hecho los yanquis con él”. Y comienzo con la primera temporada de la versión americana. Pufff, nada menos que 22 episodios. Paciencia… De nuevo veo el capítulo piloto. De nuevo pienso que es una mera copia del inglés pero, pese a la supuesta trasgresión de las escenas de sexo, se nota cierta moralina. Stuart es aquí Brian, mucho más radical, más frío y, si cabe, más promiscuo. Vince es Michael, más blando, más bobalicón y con un aura, a veces irritante, de osito de peluche. Nathan es Justin pero ya no tiene quince años (¡por dios, no!) sino diecisiete-a-punto-de-cumplir-dieciocho (y que ese punto quede bien claro, que Brian es un poco corruptor de menores pero sólo un poco, ¿eh?) y el amigo feo y perdedor que en la versión inglesa moría a consecuencia de una reacción a una droga que le da un ligue anónimo; en la versión americana, su personaje, Ted, se recupera completamente arrepentido de haber confiado en un desconocido... El resto de la temporada es exactamente igual que la inglesa (mismo argumento, mismos planos e incluso mismos diálogos) pero dilatada hasta el aburrimiento si antes has visto la original por lo que, a pesar de tener ya descargadas las otras cuatro temporadas, opté por dedicarme a otras cosas. El pasado mes de octubre retomé los capítulos que me quedaban con cierta sensación de: “bueno, los veré, pero no creo que mi opinión cambie”. Pues sí, cambió. Es cierto que en algunos momentos se me hizo pesada y aburrida pero en otros llegó a emocionarme (es lo que tienen los yanquis, saben cómo hacer que se te salte la lagrimita). Porque a partir de la segunda temporada, liberada ya del lastre que suponía ser una copia, el QAF americano, cual adolescente que se va de casa, adquiere personalidad propia, los personajes crecen y se hacen más complejos, algunos evolucionan y otros no pero el discurso general de la serie cambia. ¿Y cuál es este discurso? Pues algo en lo que a veces, gays y lesbianas, ocupados en adquirir una igualdad de derechos con respecto a los heterosexuales, a veces dejamos a un lado. Y se trata de la dicotomía entre integracionismo (o asimilacionismo) y segregacionismo (o comunitarismo). El preguntarse: "¿De verdad somos iguales que los heteros o es sólo una forma de agachar las orejas para que nos toleren?". Estas dos posturas vienen representadas antagónicamente en Brian y Michael. Brian odia la norma heterosexual (aunque no duda en beneficiarse a costa de ella) y cree en la trasgresión y en el estilo de vida gay, la noche y el sexo fortuito como estandartes de su propia libertad como individuo. No quiere ser aceptado, sólo que le dejen en paz (representativo de esto es el capítulo en el que un candidato a alcalde muy conservador para el cual trabaja clausura el cuarto oscuro de la discoteca Babylon y sólo entonces Brian reacciona. A él le da igual poder casarse o no pero que no le quiten sus “espacios de ocio”). La otra cara de la moneda es Michael: romántico y bonachón, aunque gusta de salir por el ambiente gay (the scene entre los anglosajones) en el fondo confía en encontrar a un príncipe azul con el que pueda formar una familia. Es monógamo y no cree ni en la pareja abierta ni en la promiscuidad excesiva, postura que le granjea no pocas mofas por parte de Brian al considerar que quiere parecerse al enemigo en lugar de posicionarse contra él.
¿Mejoras con respecto a la versión inglesa? La pareja lésbica tiene un gran peso en la historia. Sin duda más que en la original en la que su papel es meramente anecdótico. De hecho esta pareja, Lindsay y Melanie, me parece mucho más realista que las que nos ofrecen desde la serie lésbica por antonomasia, The L Word. Incluso las escenas de sexo me parecen más fieles a lo que ocurre en la realidad entre dos mujeres. La única pega se la pondría cuando pretenden asociar penetración (una práctica más, al fin y al cabo, independientemente de la orientación del sujeto) con el deseo oculto de una de ellas por un hombre. No, perdona, por ahí no paso. No confundamos la velocidad con el tocino, señores. Aunque quizá lo que más me ha gustado haya sido el ver reflejado cierto mundo o cierta subcultura (la estrictamente gay) en la que me he movido hasta hace unos años. Porque si bien es cierto que ahora me relaciono más con mujeres, durante los primeros seis o siete años en los que salía por el ambiente, mi habitat natural estaba entre hombres gays con los que salía de marcha, acudía a discotecas o colaboraba en colectivos. Porque me encanta el imaginario homosexual, sus pautas, su argot, sus mitos y leyendas. Porque yo sí creo que existe una cultura gay aunque no siempre como elemento diferenciador sino como acento connotativo. En la diferencia está la diversidad. Y en la diversidad, la riqueza. Por eso, al final, incluso Michael claudica y ante un auditorio repleto de gente y medios de comunicación rechaza leer un discurso escrito por otra persona que comenzaba con el ya manido: “Soy como vosotros”. Vuelve a doblar el papel y es cuando habla él realmente: “De hecho esa no es la verdad. Seguro que, en muchos aspectos, soy como vosotros. Quiero ser feliz. Quiero cierta seguridad. Dinero extra en mi bolsillo. Pero, en muchos otros aspectos, mi vida no se parece en nada a la vuestra. ¿Por qué debería parecerse? ¿Tenemos que tener las mismas vidas para tener los mismos derechos? Creía que este país estaba basado en la diversidad. En la comunidad gay tenemos drag-queens y hombres vestidos de cuero y transexuales y parejas con hijos, todos los colores del arco iris. Mi madre, que está allí al fondo con algunos amigos, mis amigos, me dijo una vez que las personas son como los copos de nieve, cada uno especial y único y por la mañana tienes que echarlos de la entrada de tu casa. Pero ser diferentes es lo que nos hace a todos iguales. Es lo que nos hace ser una familia”. Discurso previsible y bienintencionado pero que no por ello deja de ocultar una gran verdad entre sus frases: "No somos iguales". Pero no ser igual que tu vecino, lejos de convertirse en un rasgo negativo debería ser, sin más, una nota de color, un retal más con el que conformar ese inmenso edredón de patchwork que es la sociedad.
Cuando ves una serie completa en poco tiempo, una serie ya finalizada que ha durado años y que te ventilas en menos de un mes, te acostumbras muy rápido a los personajes, les coges cariño, te resultan familiares y llegan a vivir más allá de las fronteras de la ficción. Muchas veces tienes la sensación de que te quedan muchas más cosas por saber de ellos y que, en cuanto puedas, te verás los nuevos capítulos. Pero no los hay. Y los echas de menos. Queer as Folk comenzó siendo una mera copia de otra serie y acabó siendo una entidad en sí misma que creció al margen de su semilla. Y, de nuevo, me veo en la obligación de decir lo de siempre: ¿Qué importa que los protagonistas sean homosexuales, lesbianas, bisexuales, transexuales o hetero si, al fin y al cabo, de lo único que se habla es de la vida? |
Tendré que volver a verla seguida. Al final ver toda la temporada completa va a tener sus ventajas.
No sobornes más a los libreros!!