Hay gente que se extraña de que no esté escribiendo mi novela a toda máquina con todo lo que he visto y vivido en los últimos dos años. Con la cantidad de mierda que he visto en todo este tiempo. Porque aunque también haya habido algodón de azúcar siempre suele resultar más inspirador darse una vuelta por el estercolero. Pero es justo por eso por lo que cada vez que abro el archivo de Word que corresponde al final de esa trilogía que comencé sin pararme a pensar cómo podría resultar me entra el pánico.
Porque la línea que separa realidad de ficción es muy difusa. Y si, además, yo me dedico a escribir historias cotidianas, urbanas, de personas y cómo se relacionan entre sí es casi inevitable que lo que veo y lo que vivo se cuele por entre las palabras que escribo. Y eso me asusta. Por la cantidad de alusiones que puede haber, por la cantidad de personas que, acertadamente o no, creerán reconocerse en personajes, actitudes, situaciones... Porque será una obra de ficción demasiado basada en hechos reales...
Hace unos meses, el domingo de Semana Santa, la casualidad quiso sentarme en la mesa de una cafetería (adivinad cual, ¡je!) con cuatro chicas distintas que habían leído una o varias de mis novelas. De repente surgió un debate sobre todas ellas. Me alucinó la forma en que algunas habían analizado los personajes que las protagonizan. Para mí fue una de esas conversaciones enriquecedoras, en las que me encontré con diferentes puntos de vista y muchas ideas que me ayudarían a desarrollar la historia que ahora me traigo entre manos.
Pero lo que más dudas me planteaba era cómo darle un final a una trilogía que se había planificado sobre la marcha, a tenor de la aceptación de la primera entrega. Y una de esas personas sentada en esa mesa, la única a la que no conocía previamente, sin saberlo ni pretenderlo, me dio la clave.
Lo que no me imaginaba ni remotamente es que acabaríamos protagonizando esa misma historia y ese mismo final.
|
Uy, Arri, qué críptica estás!!!