Cuando somos pequeños tenemos miedo a la oscuridad, a quedarnos solos, a los perros que pasean por la calle tirando de sus dueños con la correa. Creemos en brujas y fantasmas, el interior del armario nos parece más aterrador que la más tenebrosa de las cuevas y preferimos no saber qué hay debajo de la cama. Y, aunque siendo adultos, estos miedos nos parezcan absurdos, en el fondo tienen mucha más lógica que todos con los que acarreamos después. Cada uno de nosotros tenemos miedos y temores. Muchas fobias y razones sobre las que encaramarnos para justificar nuestros actos más absurdos. La mayoría de esas razones son ilógicas e irracionales pero no nos importa porque creemos que estamos en todo nuestro derecho de esgrimirlas si así conseguimos calmar la angustia que nos produce el miedo. Esta es una historia de miedo. De los miedos de hoy en día. No hay brujas ni fantasmas ni monstruos en el armario (todos han salido ya de él). Tampoco hay buenos ni malos, aunque pueda parecerlo a primera vista. Todos son víctimas. Víctimas del miedo. Nuestra protagonista se llama Isabelita. No porque ese sea su verdadero nombre sino porque ese era el que sus abuelos maternos le quisieron poner antes de que sus padres se decidieran por otro mucho más moderno y sonoro. Isabelita había sido una joven entusiasta y vital, una de esas muchachas siempre activas a las que te encontrabas metida en mil y una actividades. Todo lo que hacía lo llevaba a cabo con una pasión y entrega desmedidas y en raras ocasiones una amplia sonrisa abandonaba su rostro. Como la de muchos y muchas, su vida no había sido fácil pero no solía detenerse mucho a pensar en lo que había pasado. Más bien al contrario, agradecía haber luchado y sufrido tanto porque eso le había enseñado a ser más fuerte. No se enorgullecía de ello porque a su alrededor había personas que le recordaban constantemente que no había héroes sino que todos eran luchadores de una misma batalla. Isabelita era joven y le gustaba divertirse. Se enamoraba sin miedo a sufrir. Aunque luego lo hiciera, aunque algunas personas, tanto amigos como parejas, la hirieran, pensaba que bien valía la pena pasar por ello porque eso sólo vendría a demostrar que estaba viva. Y a ella le gustaba sentirse viva. Le apasionaba sentir que pese a que la vida era un lugar de paso, ella no se quedaba sentada viéndola pasar sino que procuraba no perder la oportunidad de sentir cada minuto. Pero el tiempo fue pasando y puso a prueba la entereza de Isabelita. El dolor se fue haciendo un hueco dentro de ella y cada vez resultaba más complicado hacerlo marchar. Aún así, Isabelita no cejaba en su empeño de ser feliz. A su modo lo era. Era feliz pensando que algún día lo sería. Pero empezaba a resultarle más difícil que antes mantener la sonrisa en sus labios. Y mucho más duro mantener su ilusión intacta. Continuará...
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Me ha llegado!!!
Parece mi vida y a mis 23 años ya estoy asi.
Sigue escribiendo que es muy bueno