Isabelita cumplió veinticinco años. No era todo lo feliz que pensó que podía ser pero tampoco le iba mal del todo. Había cumplido algunos sueños y poseía algo que para ella era más valioso que cualquier otra cosa: amigos, buenos amigos. Aunque bien es cierto que nunca había faltado gente a su alrededor y que no todos habían permanecido, sí que contaba con varias personas que le habían demostrado su fidelidad a lo largo de los años. Sus grandes amigos, su familia elegida, tres o cuatro personas que lo eran todo para ella y que aunque pudieran pasar temporadas sin verse, al hacerlo era como si no hubiera pasado el tiempo. E Isabelita se sabía afortunada por ello. Por aquél entonces nuestra protagonista se movía con una divertida pandilla de chicas. Todas ellas eran guapas y atractivas, modernas y con una buena cuenta corriente, tan modernas y cool como cualquier pandilla de una serie de Showtime. A algunas de ellas Isabelita sólo las conocía desde hacía uno o dos años, a otras desde casi la adolescencia. Ella y sus amigas salían mucho. Apuraban las noches hasta el amanecer entre risas y confidencias. Hacían fiestas en la casa de Isabelita o en las de cualquiera de la pandilla. Conocían gente nueva constantemente y se lo pasaban bien. Isabelita pensaba que estaba en el buen camino. Pero había algo que en ocasiones ensombrecía su ánimo. Y es que Isabelita estaba secretamente enamorada de una de las chicas de la pandilla. Aunque lo de secretamente no es del todo cierto porque era un secreto a voces. No había nadie en la pandilla que no supiera de la debilidad de Isabelita por esa chica, incluyendo a la chica en cuestión, a la que llamaremos Angie por aquello de no despistar demasiado a quienes leen. Las malas experiencias que Isabelita ya había tenido le impedían decirle a Angie lo que sentía por ella. Su inseguridad había crecido sin que se hubiera dado cuenta y en aquel momento se sentía tan poca cosa, tan insignificante junto a Angie, que no podía abrir la boca y se limitaba a ser lo único que sabía ser, una amiga. Una simple amiga. Pero Angie, sabedora de los sentimientos de Isabelita, lejos de actuar con la condescendencia que cabría esperar de alguien que, justamente por no corresponder en los sentimientos, no desea hacer más daño del que la situación la obliga de por sí, se dedicaba a jugar con Isabelita. Esta era el inocente ratoncillo y Angie la taimada gatita que se divertía a su costa, mareándola sin acabar de darle el zarpazo final que la apartara de ella. Y así transcurría el tiempo. Isabelita seguía viendo a sus amigas, seguía saliendo por las noches y seguía asistiendo atónita a los juegos de Angie que, aunque cada vez más desquiciantes, no era capaz de parar. Quién sabe cuánto tiempo podría haber durado esa situación. Isabelita no podía evitar sentir lo que sentía y Angie no debía sentirse capaz de dejar de jugar con ella. Todo empezó a cambiar el día en que Nuria, otra chica de la pandilla que había pasado los últimos meses alejada de ella por una relación tan trágica como absorbente, volvió a acompañarlas en sus noches de fiesta. Aunque Isabelita ya la conocía, apenas sí había reparado en ella en las ocasiones en que habían coincidido, de tan hipnotizada como había estado por Angie. Nuria era una muchacha con cara de buena persona, seria y callada pero no por ello menos cercana y afable. Si a Isabelita le hubieran dicho que se acabaría enamorando de ella no lo habría creído. Nuria le caía bien pero no se parecía en nada a las mujeres por las que se sentía atraída. Por eso cuando notó que Nuria se había fijado en ella y que trataba de seducirla sin rodeos ni juegos innecesarios, prefirió ignorarla y comprendió por qué había aguantado tanto tiempo la actitud infantil de Angie con ella. El miedo había anidado en Isabelita. Un miedo atroz a pasarlo mal, a sufrir por amor, a verse de nuevo abandonada y engañada la había llevado a preferir lo intangible pero seguro, un juego con reglas ya delimitadas tácitamente por ambas partes y que nunca conduciría a nada en detrimento de la posibilidad de arriesgarse de nuevo y apostar por lo desconocido. Continuará... |
Sigo pensando que la inmensa mayoría de las personas somos Isabelitas. Tenemos miedo a romper con lo seguro, a arriesgarnos por miedo a sufrir o a perder todo.
Por eso siempre pensaremos que hubiera sido de nuestra vida si nos hubiesemos arriesgado.
Un besazo.