El lunes a media mañana mi editor me despertó (yo ya estaba delante del ordenador, lo cual no quiere decir necesariamente que estuviera despierta) recordándome una cita que quedó pospuesta antes de navidades y de la que ya casi ni me acordaba. Una entrevista. En la tele. Una entrevista en la tele. ¡Glups! Tranquil@s, no es que me fuera a entrevistar la Cuervo en el programa ese tan cool llamado D-Calle (creo que ya ni se hace, ¿no?). El canal en cuestión era Televisión Corredor —del Henares no de fondo— y el programa… pues aún no lo tengo muy claro… El caso es que tras colgar a mi editor (me refiero a su llamada, que todavía no me ha hecho efecto lo de ver series de psychokillers) marqué el número de JM para preguntarle si le apetecía acompañarme y así, de paso, nos afilábamos un poco la lengua, que ya hacía mucho. Y dicho y hecho. Ayer por la mañana, a las diez y media, mi querido JM y yo estábamos tomando café en mi casa y poniendo en forma nuestro “sarcasmo hiriente” (¿por qué siempre me descojono cuando escribo esta expresión?) y pasadas las once poníamos el coche rumbo al Polígono Industrial de Coslada. Y sí, nos perdimos. Pese a las indicaciones que me dieron por mail y pese a llevar el callejero abierto tuvimos que dar vueltas y más vueltas (pasando incluso por delante del Aquopolis de San Fernando) mientras yo, que pese a mi, ya considerable, edad no he montado nunca en avión, me alucinaba cada vez que veía uno sobrevolándonos a tan poca altura que casi podía ver las cabeceras de los periódicos de los pasajeros de ventanilla. Como habíamos salido con tiempo, pese a las vueltas, llegamos bien. Cuando bajé del coche estaba a punto de vomitar. Y no por los nervios, que conste. La verdad es que desde que mis problemas cervicales comenzaron a agravarse, un breve paseo en coche me puede poner el cuerpo del revés. No sé si fue debido a eso o a que soy más torpe que un pato mareado, al ir a entrar al edificio de los estudios, tropecé y me pegué un increíble guarrazo contra un tramo de escaleras. Tan grande fue que tuve que esperar unos minutos hasta sentirme en condiciones y, cuando por fin pude ponerme en marcha de nuevo, iba con una cojera de lo más incómoda. Entramos. Y aquí empieza la parte surrealista. Pregunto en recepción por la chica de producción. Llaman a la susodicha y le dicen que ya ha llegado “la invitada”. Unos segundos después aparece para recogernos. Me pregunta si he traído un ejemplar de mi último libro. Profiero una palabrota dando a entender inequívocamente que se me ha olvidado. Dice que no pasa nada, que buscara alguna imagen en Internet y nos deja en una salita de espera donde un operario está reponiendo las múltiples máquinas de café, refrescos y refrigerios varios. Yo me sigo resintiendo del guarrazo en la rodilla y estoy a punto de decirle a JM si sería mucho pedir que me maquillen la jeta para estar presentable (que ya era muy tarde para ir a Lourdes) cuando una voz cazalleril dice a mi espalda: “¿Pasas a maquillaje?”. Me giro para encontrarme con un tráiler de, al menos, dieciséis ejes y expresión hosca. La sigo hasta maquillaje tratando de aguantar las carcajadas. La muchacha procede a maquillarme mientras yo intento pensar en otras cosas que no me hagan empezar a descojonarme. Acaba de maquillarme y vuelvo a la salita de espera, ya sin poder aguantarme la risa, y veo que JM tiene la misma expresión guasona que yo. El operario continúa reponiendo productos. Aprovecho un momento en el que sale a por más cajas para subirme el pantalón y observar mi pierna sin depilar (es lo que tiene la abstinencia y el celibato, te asilvestras una jartá) y compruebo que mi rodilla izquierda está comenzando a hincharse y amoratarse. Pasa otra chica con gorra por delante de nosotros y se mete en lo que supongo que era la redacción. Miro a JM y ambos alzamos la ceja. Vaya desfile en cuestión de cinco minutos. Y yo vuelvo a pensar en lo equivocadas que están esas famosas estadísticas del diez por ciento. Unos pocos minutos más de espera y nos piden que pasemos al estudio. Una amplia y larga mesa y dos taburetes, dos cámaras y su correspondiente operario, la presentadora y poco más. JM se sienta en un rincón y yo me voy decidida hacia la mesa. Me coloco el micrófono que me dan y esperamos la conexión (sí, querid@s, encima el programa era en directo). Entramos en antena y durante quince minutos me pongo a hablar y hablar contestando las previsibles preguntas de la presentadora. Pero lo más curioso es que a mi cabeza se resistía a acudir el concepto “realismo urbano” que es la definición comodín que tengo para cuando insisten en que catalogue mis novelas. No creo que vea nunca la grabación del programa y creo que casi mejor. Sólo llegué a echar un vistazo a uno de los monitores y mi cuerpo serrano llenando la pantalla fue el mejor revulsivo que pude encontrar para que se me quitaran las ganas de volver a verme en 625 líneas. Tras acabar con la conexión y dar paso a los informativos, quitarme el micrófono y hablar con la presentadora de camino a la puerta, al ir a coger el ascensor volví a darme un tarascazo, esta vez en la mano (no, los estudios no pagaban un plus de peligrosidad). Nos montamos en el coche, JM me trajo a casa y yo me tumbé en la cama con una bolsa de guisantes sobre mi rodilla inflamada. Qué cosas me pasan… |
La próxima vez me pides el gps y rezas para que no encuentres obras en tu camino, porque entonces te daría igual ir con él.
Referente a tus "torpezas" no coment porque todos tenemos un día negro, yo la primera, que un día me partí la barbilla lavando el coche, cuando llegué a casa parecía que venía de la guerra todita llena de sangre, pero eso sí, yo terminé de lavarlo y luego a urgencias a que me cosieran la barbilla. ¿Tendré un miedo psicológico que me impide lavar el coche con asiduidad? Yo creo que sí, o por lo menos, esa es la escusa que pongo.