Esta mañana por un momento he creído que me había levantado en una ciudad distinta. La calma chicha de agosto se ha convertido, en el transcurso de una noche, en un hormiguero superpoblado de cientos de miles de seres caminando rápida y frenéticamente de acá para allá.
En las bocas de metro otra vez volvían a estar apostadas las repartidoras de la prensa gratuita que con caras de sueño y voces aún sin fuerza daban los buenos días a los transeuntes mientras les ofrecían su ración de noticias, cotilleos y curiosidades con los que entretener el tiempo antes de entrar a ese trabajo que la mayoría odia secretamente pero que no tiene más remedio que aguantar.
En los vagones de metro, pese al aire acondicionado, hacía calor. Calor humano, calor de muchos cuerpos ocupando un espacio que hasta hace unos días sólo era invadido por unos pocos. Encontrar un asiento libre se convierte en una odisea. Así que nos parapetamos tras nuestros periódicos, nuestras revistas, nuestros libros o nuestros móviles. Y nos aislamos con la música de nuestros mp3. De cuando en vez echamos una mirada en derredor. Sólo para comprobar, entre maravillados y aprensivos, que estamos otra vez rodeados de gente. Gente anónima, que va y viene, que busca un hueco, que ya está pensando en la hora de la salida cuando todavía no ha llegado a su puesto de trabajo.
Voy a comer a un kebab. Anoche no tenía fuerzas para cocinar. Mientras mordisqueo el bocadillo y doy sorbos a mi cocacola tengo la mirada fija en la pantalla de plasma que hay en el fondo del local. Han puesto una película turca. Un musical al estilo Bollywood. Me hipnotiza. No puedo apartar la vista de las coreografías que, sincopadas, se suceden. En la energía que transmiten. Incluso en la alegría y la ingenuidad que parecen irradiar a través de esos actores y actrices desconocidos para mí. Me hubiera quedado viéndolo un rato más pero debía volver a la oficina.
Al salir paseo Bravo Murillo abajo hasta Cuatro Caminos. Necesito caminar después de ocho horas sentada en una silla. Fumo un cigarro y mi mp3 le pone banda sonora a las imágenes que se van sucediendo ante mis ojos. Las personas se convierten en personajes y yo en improvisada espectadora de una película sin argumento que sólo intenta captar la fugacidad de un instante: la gente yendo y viniendo, luchando y peleando por su trocito de mundo; con prisa y sin pausa. En la mente un destino concreto, en el corazón sólo ellos lo saben.
Llego a mi barrio. La gente ha brotado en las calles como las setas tras la lluvia. Me pregunto dónde estarían ayer. Me pregunto dónde estarán mañana.
Al entrar en casa mi perro me recibe, en contra de su costumbre, dando saltos. No me lo tomo en serio: sé que no me recibe a mí sino a las bolsas del supermercado que traigo conmigo. Coloco la compra en los estantes de la cocina y el frigorífico, me cambio de ropa y me recuesto sobre la cama jugando con mi perro, cansada pero despierta.
Casi juraría que esta mañana escuché el pistoletazo que ha dado comienzo a la carrera.
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cuentas lo que ya sabemos con otros ojos y consigues que nos sorprendamos!!
muy bueno el texto, y para todo lo demás, zumo de naranja para recargar las pilas!