Últimamente estoy que me salgo. Creo que me he montado en una montaña rusa y voy de arriba a abajo sin parar. Hay días que soy como Clark Kent: oficinista de día y ente extraño en saraos de la más diversa índole en cuanto cae la noche. Otros sólo tengo ganas de encerrarme en casa y encadenarme a la pata de la cama para no tener que volver a poner un pie en la calle. Y si a eso le unimos que mi espalda ha decidido dolerme en todas y cada una de sus partes... apañada voy.
Y para colmo, en diez días abandono la veintena definitivamente. Arrierita cumplirá 30 tacos no en tan buena forma como le hubiera gustado y con una crisis que la lleva acechando mucho antes de que Solbes pronunciara aquello de una "leve desaceleración".
Eso sí, pienso celebrarlo por todo lo alto, que una no cumple tres décadas todos los días. Los bares de Chueca ya pueden ir haciendo acopio de existencias de Ballantine's porque servidora se ha estado reservando su hígado para esa noche...
Los autobuses son ateos y algunos viajeros oligofrénicos...
miércoles, 28 de enero de 2009
La verdad es que no se me ocurre nada lo suficientemente gracioso como para superar la jocosidad de la imagen de una señora de 69 años enfundada en pieles respondiendo a la campaña que sugiere que tal vez no exista ese señor con barba blanca que dicen creó el mundo tal y lo conocemos... Eso de ahí arriba vale más que mil palabras.
Mucho desde esas últimas imágenes que hicieron que nuestras mandíbulas descendiesen hacia profundidades insondables que hasta entonces no conocíamos....
Pero el momento ha llegado.
Las preguntas comenzarán a responderse.
¿Alcanzaremos algún día a entender qué coño pasa en esa puta islaaaaaa?
(Sí, vale, para muchos el gran día fue ayer —Obama jura el cargo de presidente del Mund... digo de EEUU—; para otras lo fue el domingo —The L Word comienza su sexta y última temporada cargándose al personaje más detestable de la televisión— pero una es así de friki, qué le vamos a hacer...)
El sábado pasado iba yo toda pimpina por la estación de cercanías de Méndez Álvaro (iba a mi querida ex ciudad dormitorio para una comida familiar) cuando, al doblar la esquina que separa las escaleras mecánicas del andén, junto a las típicas máquinas de refrescos y snacks, voy y me encuentro con esto que tenéis a vuestra izquierda (vale, la foto no es muy buena pero es que la hice con el móvil y me daba como cosa que la gente me viera hacerle fotos a una máquina).
Sin duda, la idea es original pero a la vez es de esas que te hacen preguntarte "¿Cómo no se me ha ocurrido a mí?". Estuve mirando un poco la máquina (estaba averiada, gracias a dios, que si no me veo comprando un libro sólo por probarla). En la parte de la derecha hay una enorme pegatina con unas breves sinopsis de cada libro y los precios iban, en el caso de esta máquina, entre los 6,50 € y los 11 €. Vamos, como en cualquier librería.
Lo primero que pensé es que los que comprasen los libros de los estantes más altos iban a recibir un ejemplar maltrecho debido a la altura de la que caen (claro, yo estaba pensando en el funcionamiento de las máquinas habituales de snacks) pero el vídeo de Madrid Directo que Vending Books tiene colgado en su página, se ve cómo una bandeja recoge el libro en el estante en el que esté y lo deposita suavemente en la parte de abajo, listo para que el comprador lo recoja.
De todas formas, me quedo con el slogan de la empresa que también viene en cada máquina: "Alimenta tu mente". Pues sí, que ya está bien de tanto refresco y tanta chuche.
Menos mal que dije que 2009 iba a ser mi año porque si llego a decir que iba a ir de culo no sé dónde estaría ahora. Aunque de momento me he librado de esa gripe indestructible que pulula a mi alrededor sin tocarme, desde que dieron las campanadas no doy pie con bola. Pero la puntilla ha venido en los últimos días...
El jueves subía la cuesta hacía el metro con prisa porque llegaba tarde —para variar— y aún me tenía que tomar mi imperdonable café en el bar que hay al lado de la boca de la estación. Según me voy acercando a la calle Alcalá veo cómo un camión de bomberos viene con la sirena a todo volumen. No le presto la mayor atención porque es bastante habitual ver camiones de bomberos por mi barrio yendo raudos y veloces hacia donde quiera que vayan. Empiezo a mosquearme cuando por fin doblo la esquina y veo que el camión, lejos de seguir su camino, se detiene justo en la boca de metro de la acera de enfrente. Y no sólo eso, también veo una ambulancia del Samur, unos tres coches de policía y un jeep del 112 que justo en ese momento llega. Amén de la marabunta de curiosos que acuden al sonido de la sirena como las moscas a la luz. Me meto en el bar sin dejar de mirar el improvisado espectáculo. Estoy aposentando mis reales sobre un taburete y mi camarero empieza a prepararme mi cafetito cuando mi oído siempre atento escucha a unos operarios de mantenimiento de Metro de Madrid que había a mi izquierda hablar de lo que estaba sucediendo a escasos metros de la puerta del bar. Un chico se acababa de tirar a las vías. Vuelvo a mirar hacía fuera, atenta a los avances que se suceden afuera. Y, finalmente, mientras me meto en la boca un trozo de napolitana, veo cómo sacan el cadaver cubierto por el plástico metálico ese que utilizan para este tipo de sucesos.
Por supuesto, el acceso a la estación estaba cerrado y tuve que caminar calle Alcalá arriba hasta la siguiente estación con acceso a otra línea distinta para poder llegar, con el estómago revuelto, a mi lugar de trabajo pensando que si no llega a ser por mi bendita manía de ser incapaz de levantarme a la hora en que debería hacerlo, habría visto el suicidio en vivo y en directo...
Sin embargo la cosa no queda ahí. Al día siguiente, como tooooodoooo el mundo sabe (y dejó testimonio gráfico a lo largo y ancho de Facebook como si jamás hubieran visto caer copos de nieve), hubo una nevada salvaje en Madrid. Yo, que hace tiempo que perdí la costumbre de mirar por la ventana antes de salir a la calle, me encontré con el incipiente manto blanco justo cuando salía por la puerta del portal y mis labios dibujaban un "oh" totalmente sorprendido. Y tragándome copos inicié mi subida de la cuesta que me llevaría hasta el metro viendo como mis pasos amenazaban con hacerme acabar con mis huesos sobre la acera. Pero llegué ilesa al trabajo (a duras penas, lo reconozco) justo a tiempo para refugiarme en el calor de la oficina y ver a través de los ventanales como la nevada arreciaba.
A media mañana mis compañeras y yo bajamos a desayunar y, en contra de nuestra costumbre, fuimos al Vips (más que nada porque como volvemos a estar de mudanza para regresar a nuestra planta, que estaba en obras, no había mucho que hace y podíamos perder un poco el tiempo). Ya en el camino de ida al Vips mis pasos vacilaban demasiado pero siempre encontraba asidero en algunas de mis compañeras, so pena de acabar ambas en el suelo. Pero a la salida... ¡Ay, a la salida! Estábamos cruzando el paso de cebra (y debo aclarar que era de los que ya no tienen las rayas blancas paralelas) cuando sucedió lo que venía amenazando con suceder desde que puse el pie en la calle esa mañana. Me caí. Pero una caída de las fuertes. Y de las tontas, claro. Según descripción de mis compañeras resbalé, me quedé un segundo en el aire en posición horizontal para acto seguido, caer a plomo en el suelo cuan larga soy. Otra contaba que notó como intentaba asirme a su brazo (obviamente sin conseguirlo). Mi versión es que yo estaba andando tranquilamente y de repente estaba tirada en el suelo sin poder moverme. El golpe sonó estruendoso (los que me conocen se pueden hacer una idea del ruido que puede hacer toda mi "humanidad" cayendo al suelo) y por un momento el dolor fue tan fuerte que cerré los ojos pensando que me había partido la espalda. Y más me asusté cuando abrí los ojos otra vez y vi un montón de caras recortándose contra el blanco cielo preguntándome si podía moverme. Y es que no podía moverme. A mis compañeras se les habían unido un grupito de chicas que también estaban cruzando en ese momento. Y yo sólo podía pensar en qué estábamos en medio de la calzada y que ya lo único que nos faltaría es que un coche perdiera el control y nos arrollara.
Como pude y ayudada por todas mis compañeras conseguí ponerme en pie e irnos al otro lado de la calle. Aunque con esfuerzo y flanqueada por dos de las chicas, ya podía andar. Regresamos a la oficina y todo mi cuerpo era un dolor tremendo. Una de mis compis me dio un paracetamol y se corrió la voz por toda la planta y la gente venía a ver cómo estaba. Y empezaron a decirme que me fuera a la mutua a que me vieran. Aquí hay que aclarar que mi mutua pertenece a mi empresa y, curiosamente, se encuentra en la primera planta de nuestro edificio, por lo que acudir a ella era lo más obvio, lógico y razonable. Así que allá que me fui acompañada por la misma compañera que me había dado el paracetamol.
Y allí ¡Viva la sanidad privada! En menos de una hora me había atendido la doctora, hecho radiografías, había vuelto a ver a la doctora (diagnóstico: policontusiones y lumbalgía aguda a unirse a mis ya clásicos dolores cervicales y lumbares) y me habían pinchado Voltarén, que debido a la tolerancia que he adquirido, ya no me hace ni cosquillas...
Al volver a la oficina todo el mundo estaba ya cerrando las cajas para la mudanza de regreso a nuestra planta. En cuanto me vieron volvieron a acercarse a mí y tuve que repetir lo que me habían dicho los médicos una docena de veces. Yo sólo tenía que cerrar una pequeña caja con mis escasas posesiones y ponerle mi nombre a mi ordenador, mi impresora y mi silla (tarea que me llevó dos minutos y medio) pero todos se empeñaron en que me fuera a casa. Y así dolorida, mareada y todavía con la vergüenza de haberme tenido que desnudar justo cuando estaba sin depilar y mi vello corporal estaba en su máximo esplendor asilvestrado, me fui a casa a ponerme el pijama, echarme al coleto el coctel de antiinflamatorios, relajantes musculares, analgésicos y cobertores de estómago que me habían recetado...
Y hoy sigo llena de dolores, moviéndome como una anciana y soltando quejidos a cada paso que doy...
Todo el mundo le tiene mucho miedo a 2009 ya desde antes de que haya podido dar comienzo. Yo no. Yo presiento que va a ser un buen año para mí (y no olvidemos que en muy raras ocasiones mis presentimientos fallan). Presiento que en 2009 mi vida se va a enderezar y a levantar la cabeza, que se van a poner muchas cosas (y personas) en su sitio y que dentro de un año, con tres décadas ya a mis espaldas, me tomaré las uvas bien acompañada y brindaré con una sonrisa en los labios.
Por tanto ahora es el momento de hacer los propósitos de año nuevo. Y esta vez van a ser un poquitín distintos a los de siempre. No pienso dejar de fumar, ni apuntarme a un gimnasio (al menos no hasta que se arreglen mis problemas con las cervicales), lo del inglés me da igual porque lo aprendo diariamente con las choporrocientas series que sigo y lo de ser mejor persona y ayudar a los demás es lo que he tratado de hacer siempre aunque siempre me salga el tiro por la culata y encima tenga que aguantar las ausencias de aquellos a los que se les llenaba la boca hablando de la amistad que nos unía o las airadas voces que dicen que la culpable de todo soy yo. Y mi orgullo (como si los demás no tuvieran, no te jode). Y mi supuesta insociabilidad. Y lo difícil que es actuar conmigo (tócate los cojones, como si los demás vinieran con libro de instrucciones).
Así que este año sólo tengo un único propósito: mirarme el ombligo. Mirarse el ombligo es un deporte practicado por, punto arriba, punto abajo, el 90% de la población y hasta ahora yo me había resistido por encontrarlo un tanto absurdo (no olvidemos que cuanto más te miras el ombligo más probabilidades existen de encontrar mierda y de que luego te duela el cuello una jartá).
2009, entra cuando y cómo quieras. He calentado a conciencia y estoy lista para recibirte con los puños en alto, dispuesta a parar todos tus golpes bajos.
Me llaman:Arrierita Vivo en: Madrid, Spain Y digo yo...: Acercándome peligrosamente a los treinta he desistido de encontrar a alguien en sus cabales. Me aburre que me digan lo maja que soy y lo mucho que merezco la pena personas que después salen corriendo como si se hubieran dejado la comida en el fuego. Me aburre la gente que va de legal por la vida pero nunca es consecuente con sus actos. Me aburre salir a la calle y cruzarme con tanta gente a la que no quiero saludar. De lo que no me aburro nunca es de tener a mi lado a tantas personas que me hacen sonreír cada día. A todos los demás... ¡Arrieritos somos... y en el camino nos encontraremos!