Estoy escuchando a Bruce Springsteen. Muy poca gente lo sabe pero sólo escucho a Bruce cuando estoy deprimida. Que lo escuche ahora es en parte por esa razón y en parte porque acabo de leer una biografía suya. Da igual el motivo. El caso es que abro el Winamp y empiezo a escuchar The river, Atlantic City, Downbound train, My hometown o I'm on fire, me regodeo un rato en mi propio dolor y luego tal vez, sólo tal vez, puede que consiga sentirme un poco mejor.

No distingo los días. Las cervicales atacan de nuevo. Tengo nauseas y apenas como. Tomo pastillas que me atontan pero que no me hacen dormir. Mucho menos descansar. Envío docenas de currículums cada día. Hago entrevistas. Espero llamadas. Y todo en vano.

Ya no sé qué hacer. Me siento totalmente fuera de mí. Ya ni siquiera me importa mostrar mi debilidad aún a sabiendas de que habrá gente que lea lo que escribo y se alegre de que las cosas me vayan mal. Tampoco se lo reprocho. El ser humano es mezquino por naturaleza.

Sí, ya sé lo que diréis. Otra que se ha enganchado. Pues sí. Y vamos, que no recordaba yo semejante enganche desde que, años ha, descubrí el Messenger (programa que hoy aborrezco, por supuesto, ¡cuánto daño ha hecho ese puto muñequito verde en nuestras vidas!). Así que está claro. Los blogs andan da capa caída, los fotologs han muerto, los myspace son horteras (por no hablar de lo que tardan en cargar, los muy jodíos) y Tuenti y Hi5 me la pelan bastante, la verdad... Ahora me paso el día metida en el FaceBook, jugando con las aplicaciones (a ver si alguien consigue ganarme de una puta vez al Word Challenge, jojojo), haciendo test absurdos y dejando y recibiendo comentarios surrealistas entre mis contactos.

Porque esa es otra, los contactos. Tú al principio piensas: "Bueno, vamos a controlarnos y sólo agregar a los que sean amigos de verdad". ¡Ja! Cuando ves que con tus amigos de verdad no pasas de la media docena te pones a agregar como las locas a esa cantante semidesconocida que te gusta desde la adolescencia, a la drag de moda o al tío que escribe ese blog con el que te partes la caja día sí y día también. Por no hablar de cuando el propio programa te empieza a sugerir que "quizá conozcas" a no se quién y a no sé cuantos. Y claro que los conoces. Aunque sólo sea de haber estado en la cola del servicio de cualquier garito de mala muerte. Así que sigues agregando. Y luego, de repente, te encuentras con que gente totalmente desconocida te agrega porque lee tus libros. Y tú aceptas, ale, porque sí. Y es que ya te ha picado el gusanillo de tener choporrocientos treinta y siete amigos.

El grado más severo de enganche llega cuando coges la agenda y te pones a buscar a la gente que se quedó en el camino. De este modo descubres que una compañera de instituto vive en el sur y tiene un niño (con el que sale en su foto de perfil), que una de tus ex está "comprometida" (joder, ella se va a casar y yo no echo un polvo ni pagando... :-S), formas una comandita con media docena de escritoras bollo y te encuentras con un antiguo compañero de piso majísimo y guapísimo (de hecho, la única persona que conozco que sale guapo en la foto del DNI) y cuando pinchas en los perfiles de las blogueras agregadas ves que, pese a todo, la logia masónica sigue en forma porque seguís teniendo otros chorrocientos contactos en común (por no hablar de que gente a la que no has sido formalmente presentada en el mundo real conoce a media agenda tuya).

Está claro. El mundo es un lugar muy pequeño...

Últimamente he vuelto a escribir. Y me he sorprendido gratamente con el hecho de que no me cuesta tanto como otras veces. Será porque en esta ocasión no tengo una fecha de entrega titilando en el horizonte. Escribo porque me da la gana, que es por lo que siempre se debería escribir. Y así las páginas me salen como churros. Me levanto de la cama deseando encender el ordenador y no para trastear con el Facebook, el Bloglines o mi docena de cuentas de correo. No, abro el archivo OpenOffice en el que he comenzado a escribir mis últimas paranoias y le añado unas cuantas más, todas las que me ha dado tiempo a fraguar durante el tiempo de sueño.

Habrá que aprovechar ahora porque seguro que en unos días la fiebre literaria se me habrá pasado...

Y mientras sigo sin encontrar un nuevo trabajo. Menos mal que la euforia creativa me hace pensar en otras cosas...

Era un día como hoy. Pero cayó en jueves. Acababa de cobrar mi sueldo. Unas miserables cuarenta y dos mil pesetas que me parecían, entonces, suficientes. No lo había pensado demasiado. A decir verdad casi ni lo pensé. Me habían ofrecido una habitación en alquiler y creí que era el momento adecuado de cumplir mi sueño de ser independiente. Empaqueté mis cosas (que ya eran muchas) en menos de dos días pero sólo dije que me iba en el momento de sacarlas por la puerta para bajarlas hasta el coche del que a partir de ese momento iba a ser mi compañero de piso.

No miré atrás. Sólo hacia adelante. Hacia lo que me esperaba. Un futuro aún desdibujado que contenía trazas de esperanza. Era joven e ingenua y estaba llena de ilusión. Tenía fuerzas. Muchas. Y ganas. Y voluntad. Lo tenía casi todo y a la vez no tenía nada, por eso buscaba un lugar en el mundo.

Ha pasado una década y la joven ingenua e ilusionada se ha visto sustituida por una treintañera escéptica y cansada. Una persona que en ese lapso de tiempo ha visto convertirse en realidad sus mayores sueños y sus peores pesadillas. Y que, pese a los años transcurridos, se encuentra en una situación de incertidumbre no muy distinta a la de aquella tarde de octubre de 1998.

Siempre he criticado a la gente de mi quinta que sufre el síndrome de Peter Pan. Esos que no maduran, que siguen con papá y mamá hasta para no enfrentarse a la vida real; los que se refugian en una carrera profesional im-por-tan-tí-si-ma pero no son capaces de actuar con madurez en otros aspectos de su vida. Pero, al fin y al cabo, yo tampoco soy tan distinta a ellos. Lo que pasa es que me llevo la peor parte sin contar con las mismas ventajas. Yo elegí hace diez años, al igual que ellos. Y cada uno de nosotros arreamos con las consecuencias de nuestras decisiones. Todos jugamos a ser adultos. Nuestros cuerpos aún encierran a los niños que fuimos. Y esos niños que se debaten en nuestro interior se agarran a los barrotes de sus celdas con fuerza y nos preguntan a gritos por qué no les dejamos salir. Algunos, aquellos que todavía adoran a Peter, les dejan salir de vez en cuando. La niña que hay dentro de mí, esa niña que apenas tuvo infancia, todavía no se da cuenta de que no volverá a salir jamás. Que ya es demasiado tarde.